El club vibraba con un murmullo de placer contenido. Las luces ámbar acariciaban las mesas privadas como si guardaran secretos. La Rosa Negra era un templo nocturno donde el pecado se vestía de terciopelo y las miradas pesaban más que las palabras.
Rodrigo Harper no cruzaba esas puertas desde hacía meses. Demasiado tiempo fuera. Demasiados tratos cerrados, demasiadas ciudades grises. Pero Cambridge, para él, tenía un perfume distinto. Y esa noche, desde el primer paso, algo se sintió diferente.
—Sigue siendo un lugar de elegancia —murmuró, entregando su abrigo al portero.
Elvira lo vio antes de que él dijera nada. Esa sonrisa suya, siempre medida, se ensanchó un poco más.
—Sabía que volverías.
Rodrigo le besó la mano con galantería vieja.
—Sabía que me extrañarías —respondió con esa voz que mezclaba acento británico y algo más salvaje, imposible de clasificar.
—¿Quieres tu mesa habitual?
—Como siempre…
Y como si hubiese sido cronometrado, en ese justo momento, el telón del escenario