—Escúchame bien. A partir de ahora, vivirás en esta mansión —sentenció Hermes con voz firme—. Quiero estar al pendiente de mi hijo.
El corazón de Darina se encogió. Su respiración se volvió errática y sus manos temblaron. Era como si las paredes se cerraran a su alrededor, sofocándola.
—¡Yo… no puedo! —suplicó, su voz quebrada por el pánico.
Hermes la miró sin inmutarse, su expresión tan impenetrable como una muralla.
—Vas a poder —afirmó con frialdad.
—¡Mi madre está enferma! ¡Debo cuidarla en el hospital! —Las lágrimas brotaron de sus ojos, nublando su visión—. Por favor…
Un silencio pesado se instaló en el despacho. Solo el crujido de la madera en la chimenea y la respiración entrecortada de Darina rompían la quietud. Hermes entrecerró los ojos, evaluando su súplica con la misma calma con la que tomaba decisiones de negocios.
—Haré que tu madre vaya a un mejor hospital —dijo al fin—. Recibirá la mejor atención posible y podrás visitarla cuando lo desees.
Darina sintió un vuelco en e