Azul estaba a punto de cumplir siete meses de embarazo. Su vientre redondeado se movía con pequeños empujoncitos que, aunque a veces eran incómodos, le recordaban que ahí dentro crecía un milagro. Hernán, recostado en el sofá, se recuperaba de su última quimioterapia. Su cuerpo aún estaba débil, pero su espíritu, más fuerte que nunca.
La casa era silenciosa, tibia, llena de esperanza. Hernán observaba con calma el techo mientras Azul acomodaba unos cojines. Luego giró el rostro hacia ella y le sonrió con una ternura que le nacía desde lo más profundo del alma.
—Estoy curándome —murmuró, más para sí mismo que para ella—. Esta vez lo siento de verdad, Azul. Siento que estoy venciendo.
Ella se acercó, le acarició el rostro con dulzura, y se inclinó para que sus labios rozaran su frente.
—Lo estás haciendo, amor. Cada día estás más fuerte.
Hernán bajó la vista a su vientre. Extendió la mano y lo tocó con reverencia.
—Un niño... Es un niño, ¿cierto? —susurró con una emoción contenida.
Azul