Cuando llegaron a Nueva York, la emoción en los ojos de Brisa era tan evidente como el cielo despejado sobre Manhattan.
Caminaban de la mano por las calles vibrantes, rodeados de edificios que tocaban las nubes, como si cada uno contara una historia diferente. Ella giraba la cabeza a cada paso, admirando las luces, los rascacielos, el bullicio elegante de la gran ciudad.
—Esto es… como estar dentro de una película —murmuró con una sonrisa llena de asombro infantil.
Helmer no podía dejar de mirarla. Su felicidad era tan contagiosa, tan pura, que le hizo olvidarse por completo del estrés, de todo lo que alguna vez dolió. Solo existía ella, y esa manera suya de emocionarse con cada detalle, como si redescubriera la vida.
Después de caminar durante horas, riendo, probando comida callejera y tomándose fotos en cada rincón, regresaron al hotel agotados pero plenos. Helmer la cargó en brazos al entrar a la habitación, como si fuera un tesoro.
Ella rio y escondió el rostro en su cuello, sintié