Había pasado una semana desde que todo explotó, y el ambiente en la casa Dalton ya no era el mismo.
Los pasillos, antes llenos de voces, de discusiones, de órdenes y hasta de risas, ahora parecían envueltos en un silencio cruel, denso, que lo abrazaba todo como una sombra interminable.
Cuando Enzo regresó al hogar familiar, lo primero que sintió fue esa quietud helada.
Era un silencio que no daba paz, sino que lo señalaba, como si las paredes mismas le recordaran cada error cometido, cada decisión equivocada que había puesto en peligro no solo su futuro, sino la vida de Ziara, la pequeña a la que había jurado proteger.
El alivio de saber que la niña estaba a salvo le traía un respiro breve, pero esa tranquilidad se quebraba de inmediato con el dolor insoportable de la culpa.
Porque, aunque Ziara estaba bien, el recuerdo de lo que había sufrido pesaba sobre él como una condena imposible de levantar.
Johana estaba en prisión.
Los abogados trabajaban para hacer que pagara su crimen, pero