Días después.
El cielo estaba gris aquel día. Parecía que hasta las nubes lloraban. Fernanda se sentó en la primera fila del juzgado, con las manos frías y los ojos enrojecidos de tanto contener el llanto. Su hermana estaba frente a ella, esposada, vestida con el uniforme beige de los reos. Se miraron por un instante… ese instante que separa el amor de la decepción.
La sala olía a polvo, a papeles viejos y a tristeza.
El juez leyó la sentencia:
—Diez años de prisión por intento de homicidio agravante.
La voz retumbó en el lugar como un trueno. Fernanda sintió un peso caerle sobre el pecho. No era alegría, ni alivio, ni venganza. Era un cansancio hondo, de esos que solo se entienden después de haber amado demasiado.
Su hermana rompió en llanto.
—¡Perdóname, por favor! —gritó entre sollozos—. ¡Yo no quería hacerte daño, Fer, te lo juro!
Pero Fernanda no respondió. Apenas giró el rostro, evitando su mirada. La compasión se le había secado. Todo lo que alguna vez sintió por ella se había