Fernanda golpeó la ventana con todas sus fuerzas, sintiendo que el aire le faltaba, que cada respiración era un esfuerzo titánico.
El vidrio tembló bajo sus manos, y por un instante pensó que no podría lograrlo, que el peso del miedo y del fuego la aplastaría.
Pero algo más fuerte que el pánico surgió en ella: la necesidad de sobrevivir.
Con un grito ahogado, su cuerpo se impulsó hacia afuera. Sintió un dolor agudo cuando la piel de su costado raspó el borde de la ventana, pero no le importó.
Nada importaba más que seguir viva, respirar de nuevo, escapar de esa pesadilla.
Corrió sin mirar atrás, atravesando el bosque oscuro, saltando ramas y esquivando troncos caídos.
El fuego devoraba todo a su alrededor, un rugido infernal que parecía querer engullirla, pero Fernanda estaba viva, y cada latido de su corazón era un recordatorio de que no podía rendirse.
Respiraba con dificultad, con el cuerpo cubierto de hollín y heridas, pero la adrenalina la mantenía en movimiento.
La traición de su