El auto avanzaba a través de la noche, con los limpiaparabrisas luchando contra los últimos rastros de la tormenta.
La lluvia había disminuido, cayendo más ligera, como si el cielo se hubiera cansado de llorar.
El silencio entre ambos era más ruidoso que cualquier aguacero.
Félix, con el rostro tenso, la miró de reojo.
—¿Quieres que vayamos a un hospital? —preguntó con voz contenida.
Orla, apoyada contra la ventana, no lo miró. Sus palabras salieron frías, como un puñal.
—Estoy bien.
La respuesta lo hirió más de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Parecía un tipo amable, ¿no? —intentó de nuevo, casi con torpeza, buscando romper la distancia.
Ella giró apenas la cabeza, y sus labios se curvaron en un gesto casi imperceptible.
—Sí… me agradó.
La frase se clavó en el pecho de Félix como un aguijón. No replicó nada más.
El silencio lo envolvió todo otra vez, pero esta vez cargado de un peso insoportable.
Félix sintió cómo su alma se desgarraba un poco más, como si perdiera terreno ante al