Las manos de Félix temblaron al terminar de leer la carta. Sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies y que la habitación giraba a su alrededor.
El aire se le escapaba de los pulmones como si un peso invisible lo asfixiara.
Se quedó inmóvil, con la carta arrugada en sus manos, mirando el vacío, con lágrimas que se negaban a caer, pero quemaban por dentro, quemándole el corazón con cada segundo que pasaba.
Cada palabra de Fedora retumbaba en su mente como golpes de un martillo implacable.
—¡Maldita seas, Fedora! —exclamó, golpeando con furia el volante del auto. Sus puños dolían, pero no le importaba. Necesitaba moverse, necesitaba sentir algo que lo sacara de aquel vacío insoportable—. ¡Maldita seas!
Condujo a toda velocidad, ignorando los semáforos, el tráfico y la lluvia que caía sobre el parabrisas.
Necesitaba verla, necesitaba estar con Orla, aunque fuera solo para tocarla y asegurarse de que ella existía, de que aún estaba allí, real y viva, a salvo.
Cada segundo lejos de ella