En la habitación de hotel
El aire estaba impregnado de deseo, pesado, casi espeso, como si la atmósfera misma ardiera con el fuego que crecía entre ellos.
Orla sentía el roce de aquellos labios sobre los suyos, labios que la devoraban con hambre, como si Félix quisiera beberse cada respiro, cada gemido contenido en su garganta.
No podía contenerse, no con aquel afrodisíaco ardiendo en su sangre, corriéndole por las venas como un veneno dulce y prohibido.
Félix no pensaba, solo sentía.
Besaba sus labios con una avidez que le arrancaba el alma, y sus manos recorrían la piel de Orla con desesperación, como si temiera que ella se desvaneciera en el aire si no la poseía de inmediato.
Pronto la ropa comenzó a caer al suelo, prenda tras prenda, hasta que nada quedó entre ellos más que la desnudez cruda y sincera de dos cuerpos que se anhelaban sin piedad.
Piel contra piel, calor contra calor, no pudieron negarse al instinto.
Era como si hubieran esperado ese instante toda una vida, y el dest