Las manos de Alexis se deslizaban por la piel de Sienna con una desesperación que quemaba.
Había tanto tiempo sin hacer el amor, tanto vacío entre ellos, que ese roce parecía abrir heridas antiguas y al mismo tiempo encender brasas que nunca habían muerto.
El deseo los envolvía, inevitable, poderoso, pero también lo hacía el dolor, el recuerdo de todo lo que habían sido y todo lo que habían perdido.
No podía negarlo: su piel lo deseaba.
Cada fibra de ella lo reconocía, lo reclamaba, lo anhelaba con la misma intensidad de los años en que él la trató como a una princesa, cuando la miraba como si fuera el centro del universo.
Sin embargo, ese mismo hombre que la había amado, que la había levantado hasta el cielo, también la había destruido con palabras que todavía dolían como cuchillas.
Sienna dio un paso atrás, su respiración temblorosa.
—¡No, Alexis! —gritó, más a su propio corazón que a él.
Alexis la miró con los ojos enrojecidos, furiosos, suplicantes. Su camisa estaba abierta, su pe