En el hospital, el ambiente era tenso y sombrío. El olor a desinfectante impregnaba el aire, y las luces brillantes iluminaban los pasillos de una manera casi cruel.
Tarah estaba muy asustada, su corazón latía con fuerza en su pecho mientras la llevaban a la sala de emergencias.
Aunque logró estar consciente, su cuerpo no estaba bien; la palidez de su rostro y la fragilidad de su respiración eran alarmantes.
Jeremías, por su parte, sentía un miedo terrible que lo consumía. Era como si una sombra oscura se hubiera apoderado de su ser, envolviéndolo en una angustia que no podía describir.
Al tomar la mano de Tarah, un torrente de emociones lo abrumó. Era su única, su amor, la madre de sus hijos.
—Tú eres mi única, mi amor, Tarah, te amo a ti y a mis hijos —susurró, tratando de infundirle un poco de su fuerza. Su voz temblaba, pero la necesidad de que ella lo escuchara era más fuerte que su miedo.
Tarah, con esfuerzo, tomó su mano, y Jeremías sintió la calidez de su piel, aunque su agarr