Nelly apenas podía sostenerse en pie cuando Ethan la tomó del brazo y la condujo con firmeza hacia el auto.
No dijo una sola palabra; su silencio era como un grito ahogado que se revolvía en su garganta, incapaz de salir.
Su cuerpo temblaba como el de una niña indefensa, como si cada paso la acercara más a un abismo del que sabía que no habría retorno.
El auto avanzaba rápido, pero para ella parecía eterno. Las luces de la ciudad pasaban como destellos borrosos a través de la ventana.
Cada farola iluminaba por un segundo su rostro bañado en lágrimas contenidas, para luego volver a sumirla en la penumbra.
Ethan, al volante, no la miraba; su mandíbula estaba tensa, los dedos apretaban el volante con una fuerza silenciosa.
Nelly sabía que no debía hablar.
La tensión era tan densa que cualquier palabra podía ser como una chispa sobre pólvora.
Cuando por fin llegaron al hotel, el corazón de Nelly golpeaba con violencia en su pecho.
Subieron por el pasillo alfombrado, donde el eco de sus pa