—¡Mami, mami…! —la vocecita de Eric resonó como un latigazo en el pecho de Nelly.
Ethan sostenía al pequeño entre sus brazos, mirándolo con una mezcla de desconcierto y una emoción que lo quemaba por dentro.
El niño, con ojos tan grandes y brillantes como estrellas, pataleaba con fuerza, agitándose desesperado.
—¡Suelta, suelta! —gritaba con lágrimas en las pestañas—. ¡Eric es de mami! ¡Eric quiere a mami!
El pequeño abría sus manitas temblorosas, estirándolas hacia su madre, como si de ese gesto dependiera su vida entera.
Nelly, débil, recostada en la cama, miró la escena con horror.
Sus labios se entreabrieron, pero su voz era un susurro roto, apenas un lamento atrapado en su garganta.
El miedo se reflejó en sus ojos cansados, un miedo que no provenía de la enfermedad que la consumía, sino de la verdad que ahora la estaba alcanzando.
Ethan apretó al niño contra su pecho, sus manos temblaban.
Su mirada, cargada de rabia, de confusión y de un dolor que lo desbordaba, se clavó en ella c