El corazón de Nelly latía con un golpe seco en el pecho; cada pulsación le recordaba las palabras que aún resonaban, afiladas como cuchillos, esas que Ethan dijo sobre quitarle a su hijo por ser una mujer que él odiaba.
—¡No es tu hijo! ¡No lo es!
Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, intentando ordenar los pedazos de su alma.
Quería explicarlo; quería gritar que esa mentira había sido su escudo en un tiempo de miedo. En vez de eso, respiró hondo y dijo con voz fría como si quisiera protegerse:
—Si fuese tu hijo… entonces, ¿por qué te dejé? Nunca querría tener un hijo contigo… bueno, tal vez ahora sí, porque eres poderoso, pero antes, no.
Las palabras cayeron como gasolina en la rabia de Ethan. Lo que ella decía le quemó las entrañas.
Un calor negro se le subió a la cara y los puños se le apretaron hasta doler.
—¡Mientes! —escupió él, la voz partida—. ¡Eric se parece a mí!
Nelly soltó una risa sin alegría, un sonido cortante que rompió en mil pedazos la poca calma que quedaba