El motor del auto ruge como un animal herido mientras Jesús acelera por la carretera, sus nudillos blancos sobre el volante. La mansión Montenegro ya es solo un destello en el retrovisor, pero su sombra sigue aquí, en el silencio que nos ahoga.
Intento romperlo.
—El postre estaba bueno, ¿no? Demasiado dulce para mi gusto, pero..
—No hagas eso —corta Jesús, su voz áspera—. No finjas que lo de allá fue normal.
—Tienes razón ese tipo podría convertir hasta un banquete en algo siniestro.
Jesús no sonríe. Su perfil, iluminado por las farolas de la calle, parece tallado en piedra.
—No deberías haber respondido lo de los túneles —murmura, y su voz tiene el filo de una advertencia.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Quedarme callada como una estatua? —contesto, sintiendo cómo el enojo me recorre la espalda—. Él no iba a soltarme hasta sacarme algo.
El auto da un brusco viraje hacia su casa y por primera vez noto que no estamos yendo hacia mi departamento.
—Jesús…
—No es discusión