El vestido azul marino que elegí —el mismo tono de las corbatas favoritas de Jesús— se siente repentinamente demasiado ajustado cuando el auto se detiene frente a la mansión Montenegro. Las luces de la entrada parpadean como ojos curiosos en la noche, y por un momento deseo estar en cualquier otro lugar.
Jesús abre mi puerta antes de que pueda hacerlo yo, su mano extendida en un gesto que no es del todo profesional. Sus dedos se cierran alrededor de los míos, cálidos y firmes, y me pregunto si también él ha notado cómo cada vez que nos tocamos, el mundo parece detenerse por un segundo.
—Recuerda —murmura mientras caminamos hacia la entrada—, Montenegro es un depredador con modales de caballero. No lo subestimes.
Su advertencia resuena en mi cabeza cuando el mayordomo nos guía hacia el salón principal, donde Montenegro espera junto a una chimenea encendida a pesar del calor de la noche.
—¡Ah, por fin! —exclama, avanzando hacia nosotros con los brazos abiertos—. Pensé que me dej