La sala de conferencias huele a café recién hecho y ambición. Las paredes de vidrio reflejan las caras expectantes de los ejecutivos, todos esperando nuestra presentación. Alberto ajusta su corbata por tercera vez en cinco minutos, sus ojos brillando con esa confianza absurda que solo los mediocres pueden permitirse.
—Déjame revisar los planos otra vez —susurro, extendiendo la mano hacia su tablet.
Alberto la retira con un movimiento brusco, casi haciéndome perder el equilibrio.
—Relájate, princesa —dice, con esa sonrisa de dientes perfectos que me dan ganas de arrancárselos uno por uno—. Sé lo que hago.
El proyecto Torre Magna brilla en la pantalla principal, un monstruo de cristal y acero que debería ser mi orgullo y ahora solo es mi pesadilla. Jesús entra en ese momento, su traje azul marino cortando el aire como un cuchillo. Se sienta al fondo, cruzando las piernas con esa calma que siempre precede a la tormenta.
—Comienza cuando quieras, Valdez —dice, sin mirarme.
Alb