El vestido lila se adhiere a mis curvas como una segunda piel, el corte sirena obligándome a caminar con esa lentitud calculada que hace girar cabezas. Cada paso es una batalla entre la elegancia y el deseo de huir. Lo elegí sabiendo que sería una tortura—para mí, para él, para esta noche interminable que ya siento como una condena.
La oficina se ha transformado: las luces bajas convierten el espacio en algo íntimo, peligroso, como si las paredes mismas respiraran secretos. Los árboles de Navidad brillan con adornos de plata que recuerdan a los detalles arquitectónicos de nuestros proyectos, fríos y perfectos, como todo lo que hacemos aquí. Y en cada rincón, botellas de champagne descorchadas susurran promesas de desinhibición que nadie en esta habitación se atreverá a cumplir.
Alberto no me suelta el brazo desde que llegamos. Sus dedos se clavan en mi piel con una posesividad que no le pertenece, como si yo fuera otro de sus trofeos. Su aliento huele a whisky caro y ambición bara