Alberto aparece en mi escritorio con un ramo de rosas rojas tan ostentoso como su sonrisa. El aroma dulzón invade mi espacio personal antes de que él lo haga, y tengo que contener el impulso de estornudar.
—Para la mujer más bella de Lumbre —dice, dejando las flores sobre mis informes con un gesto teatral.
Las rosas son caras, perfectas, completamente impersonales. Como él.
—Gracias —respondo, moviendo el ramo hacia un lado sin mirarlo—. Pero no era necesario.
Alberto no se inmuta. Se apoya en mi escritorio, mostrando el reloj nuevo que seguramente costó más de lo que gana aquí.
—El almuerzo del otro día terminó... abruptamente —comenta, sus ojos marrones insinuando algo que me hace hervir la sangre—Pensé en compensarte.
Justo en ese momento, Sofía pasa por nuestro lado con una sonrisa de gata satisfecha.
—Qué lindo detalle, Alberto —dice, alzando una ceja—. Aunque quizás deberías guardar esas energías para cuando Camila se vaya a Nueva Gerona.
El comentario cae como una