La habitación estaba sumida en penumbra.
Las primeras luces del amanecer apenas acariciaban los bordes de las cortinas, proyectando destellos suaves sobre las sábanas desordenadas.
Isabella abrió los ojos despacio.
Estaba tibia. Envuelta. Protegida.
Y no por las cobijas.
El brazo de Marcos descansaba firme sobre su cintura, su pecho desnudo pegado a su espalda, respirando con calma. Ella sintió su calor, el ritmo pausado de su respiración contra su cuello, y se quedó quieta. No quería moverse. No todavía.
Cerró los ojos un instante más, solo para memorizar esa sensación.
No era solo el cuerpo lo que se sentía lleno…
Era el alma.
Marcos se movió ligeramente, y ella supo que también estaba despierto.
No dijo nada, pero bajó la mano por su abdomen, despacio, acariciándola como si aún estuviera soñando.
—Pensé que dormías —susurró ella, sin abrir los ojos.
—Lo hacía —murmuró él, ronco, con esa voz quebrada por la madrugada—. Hasta que te sentí moverte… y recordé que estabas aquí.
Isabella