NAHIA
El silencio se instala de nuevo, compacto, pleno, casi reconfortante después del asalto, como si la normalidad recuperada, el tintineo de los cubiertos, el vaso que reposa suavemente sobre la mesa, pudieran cubrir lo que acaba de hacer con ese barniz de decoro que maneja tan bien, como si todo ello no fuera más que una mala pesadilla, un desliz, un escalofrío pasajero.
Se endereza lentamente, bebe un último sorbo, se seca la boca con un gesto preciso, luego coloca su servilleta sobre la mesa con esa elegancia seca, metódica, que lo dice todo sin una palabra, y sus ojos regresan a mí, de lado, sin insistir, pero sin soltarme tampoco, como si pesara el peso exacto de mi silencio, de mi derrota interior, de mi ardor ahogado.
Los empleados entran en silencio, como sombras bien adiestradas, retiran los platos, los vasos, borran la escena sin una mirada, sin una palabra, y bajo los ojos hacia mis manos, hacia esa servilleta arrugada que aprieto demasiado fuerte, porque ya no sé qué esc