NAHIA
No dice nada más, corta el pan con una lentitud casi ceremonial, levanta el tenedor, mastica en silencio, con esa elegancia precisa, afilada, casi quirúrgica, y cada gesto parece estar calculado para encerrarme, para envolverte en el hilo invisible de lo que no dice, pero que todo en él expresa, este poder tranquilo, esta autoridad muda, este recordatorio constante de que aquí, él es quien reina.
Mantengo la espalda recta, las piernas cerradas, los brazos pegados a mí, la respiración bloqueada justo debajo de mi pecho, donde late demasiado fuerte, donde la calidez asciende, una calidez que no es mía, no realmente, pero que ya no puedo negar.
No tengo hambre, mi estómago es una piedra, un nudo, un agujero negro, pero finjo, pico aquí y allá, un trozo de pan, un sorbo de agua, mis gestos son mecánicos, defensivos, como si aún pudiera salvar algo, como si fingir el control me devolviera un poco.
La servilleta está sobre mis rodillas, un ridículo baluarte, una frágil frontera entre