NAHIA
La puerta se cierra detrás de nosotros con un golpe seco, y ya siento el contraste entre la intimidad ardiente que acabamos de compartir y el mundo helado que nos espera afuera. El motor retumba, pero esta vez no es él quien conduce: detrás del volante, el chofer permanece inmóvil, concentrado en la carretera, una presencia invisible y tranquilizadora que nos aísla aún más del resto del mundo.
Estoy sentada a su lado, la limusina silenciosa e imponente a nuestro alrededor, un estuche de cuero y luz tenue. Él desliza su mano sobre la mía, dedos cálidos y seguros, un contacto ardiente que hace temblar cada parte de mi piel. Incluso a través del espacio del asiento y la tela de mi vestido, siento su control, su posesión.
— Eres magnífica, murmura en voz baja, y siento el aliento de sus palabras rozar mi cuello, despertando escalofríos en cada rincón de mi cuerpo aún sensible por sus caricias anteriores.
— Yo… no sé si puedo… susurro, la voz temblorosa, incapaz de desviar mi mirada