NAHIA
Salimos del vestíbulo y nos adentramos más en este lugar donde todo es oro, cristal y mármol pulido, las paredes adornadas con espejos que reflejan nuestro paso, multiplicando nuestras siluetas como si quisieran encerrarlas en un laberinto de reflejos, y ya me siento atrapada en una puesta en escena de la que soy tanto la actriz como el trofeo.
Los pasos de quienes nos preceden resuenan débilmente, amortiguados por el grosor de las alfombras, y cada susurro de seda, cada tintineo de cristal parece amplificado por el aire saturado de perfumes demasiado pesados, de efluvios de jazmín, almizcle y vino fuerte. Todo está pensado para deslumbrar y aplastar a la vez, para recordar que quien reina aquí no ofrece ninguna escapatoria.
Él me mantiene siempre contra sí, su brazo anclado a mi cintura, como si ya no tuviera contornos sin este gesto que me define, y cada paso nos lleva en medio de mesas suntuosas cubiertas con manteles inmaculados, copas brillantes, candelabros que hacen dobla