NAHIA
El coche se lanza en la noche, y el silencio dentro es tan denso que apenas me atrevo a respirar, mis manos apretadas sobre mis rodillas, mis dedos deslizando sobre la tela fría de mi vestido como para aferrarme a ella, mientras él, inmóvil a mi lado, contempla la carretera con esa serenidad glacial que solo pertenece a los hombres que nunca han tenido que dudar. El reflejo intermitente de las farolas atraviesa el parabrisas, recorta su perfil como una hoja, y cada destello acentúa la dureza de su mandíbula, el brillo implacable de sus ojos.
Siento su mirada rozarme por momentos, sin apartarse del todo de la carretera, como si mi simple presencia fuera suficiente para alimentar su poder. Y entonces, de repente, su voz resuena, baja, cortante, rompiendo la coraza del silencio:
— Entonces, Nahia… ¿cómo encontraste esta noche?
Me quedo paralizada, sorprendida, mis labios se entreabren pero inicialmente no sale ningún sonido. La pregunta no es trivial, lo sé de inmediato. No es una