NAHIA
Permanezco ahí, en sus rodillas, inmóvil en apariencia, pero por dentro todo vibra, todo tiembla. Mi aliento no es más que un hilo frágil, como si retuviera con un hilo la presa que amenaza con ceder. Sus dedos apenas se han movido, apenas un temblor contra mi piel, y sin embargo, mi cuerpo entero ya no es más que espera, tensión, vértigo. Una cuerda demasiado tensa que solo espera romperse.
Su mano reposa sobre mi muslo. Ancha, caliente, firme. Una mano que no hace nada, y que ya hace todo. Una mano que dice sin palabras: eres mía. Esta simple presión me derriba más seguro que un abrazo violento. Ya no soy Nahia la mujer sabia, ni la esposa sumisa, ni la que nunca decía. Estoy desnuda, expuesta, cautiva, y cada segundo que me sostiene así me devora más seguro que un asalto brutal.
Él se toma su tiempo. Espera. Y en esta espera, yo me deshago. Sus dedos trazan círculos lentos, imprecisos, que aún no tocan realmente pero que despiertan cada nervio. Círculos que rozan sin llegar a