NAHIA
Su mirada me absorbe, me encadena más seguramente que sus manos. Estoy sentada sobre él, desnuda y aún empapada, y cada gota de agua que resbala por mi piel parece llamarlo a poseerme más. El aire a nuestro alrededor parece más denso, saturado, como si cada segundo estuviera cargado de electricidad.
Quiero desviar la mirada, buscar un ángulo de escape, pero sus dedos suben a mi nuca y me retienen allí, firmes, precisos. Su palma sostiene mi cráneo contra su hombro, como si se negara a que mire a otro lugar que no sea él, como si desviar la mirada significara romper una regla tácita que nunca aprendí, pero que él ya conoce de memoria.
— ¿Sientes eso? murmura, su voz grave rodando contra mi oído. Tiemblas, pero no te vas.
Muerdo mi labio, furiosa por la precisión de sus palabras. Sí, tiemblo. Sí, me quedo. Y esta paradoja me desgarra tanto como me consume.
Sus dedos comienzan a trazar círculos lentos en mi piel, partiendo de mi nuca para descender por mi espalda. Cada paso deja at