NAHIA
Avanzo, la espalda recta, las manos crispadas sobre mis rodillas, la respiración suspendida, a medida que el coche se adentra en estas calles demasiado limpias, demasiado ordenadas, estas arterias blancas y mudas que reconozco a pesar de mí, porque están tatuadas en mi carne como una quemadura antigua, una herida cerrada demasiado rápido, mal cicatrizada, que vuelve a sangrar en cuanto se la mira demasiado tiempo.
El portal de hierro forjado se abre sin chirriar, y esta ausencia de ruido me hiela más que si hubiera gritado, porque aquí incluso el óxido ha sido borrado, lavado, pulverizado, como si no debiera quedar nada vivo, nada orgánico, solo una perfección clínica, congelada, muerta.
Y luego lo veo.
Está allí, en la cima de las escaleras, inmóvil, de una belleza tan cortante que casi me duele, un dios frío esculpido en acero y ceniza, un recuerdo vivo que se niega a borrarse.
No debería ser tan hermoso.
No es una casa, no es un castillo, no es un hogar, es un mausoleo de sil