NAHIA
El día se arrastra como una sombra viscosa que se niega a disiparse. El silencio del apartamento pesa sobre mí como una manta demasiado pesada, asfixiante. Incluso los ruidos del barrio parecen más sordos, como tragados por algo oscuro: los gritos de los niños en el patio, el motor de un scooter que zumba, los gritos de una radio descompuesta en el apartamento de enfrente. Nada tiene color. Todo es gris, sofocado.
Estoy desplomada en el sofá, la mirada perdida en un punto invisible del techo. Mi cuerpo ya no responde, vacío de toda energía, como si hubiera corrido un maratón bajo la lluvia. Mis dedos trazan círculos imaginarios sobre el cuero desgastado, solo para sentir que aún estoy aquí.
Pienso en Karim, en su silueta en el umbral, en sus palabras: te amo. Esa frase me ha perforado, como una aguja que deja pasar un veneno lento. No he pedido nada. No quiero nada de nadie. Y, sin embargo, aquí estoy rodeada por dos hombres. Uno que me sonríe como si quisiera ofrecerme una sali