SALVATORE
Nueva York huele a arrogancia.
Los edificios se alzan como gigantes orgullosos convencidos de su eternidad, pero incluso la piedra se desmorona.
Yo no me desmorono. Me consumo.
Las calles aquí brillan con un resplandor falso, chillón. La gente se empuja soñando con grandeza, pero su sangre es la misma. Roja. Caliente. Y siempre lista para fluir.
Prefiero Roma. No miente. Sangra a cielo abierto, y ahí es donde he construido mi imperio.
Pero a veces, incluso un rey debe cruzar los mares para recordar a los demás quién lleva la corona.
He venido por negocios, ya he tenido tres reuniones, dos advertencias, un cadáver.
Y ahora… ella.
No había previsto a Nahia.
Pero se ofreció, con una mirada, con un susurro tembloroso. Y yo nunca rechazo lo que se ofrece.
Ella era diferente. No porque fuera fuerte, no lo es. Sino porque resiste incluso cuando tiembla. Porque escupe incluso cuando gime.
Estoy solo en mi suite, en la cima de un palacio discreto. Las cortinas están cerradas. Contemp