Capítulo 38

Me obligué a levantarme. Tenía que ir a la oficina. Aunque por dentro estuviera rota, por fuera debía parecer fuerte. Me metí a la ducha con agua helada, buscando congelar todo lo que sentía. No podía darme el lujo de derrumbarme en el trabajo. No otra vez.

Me puse un pantalón negro ajustado y una blusa blanca sin mangas. Me recogí el cabello en una coleta baja y cubrí las ojeras como pude. Respiré hondo antes de salir, como si fuera a enfrentar una guerra. Porque lo era.

El camino fue silencioso. Nadie me miraba, nadie hablaba. Todos parecían concentrados en sus pantallas, y eso me tranquilizó. Me senté en mi puesto, encendí el computador y comencé a revisar correos, deseando desaparecer entre los documentos y las cifras.

Pero el infierno no tarda mucho en aparecer.

Apenas pasaban las nueve de la mañana cuando escuché el clic de los tacones de Verónica por el pasillo. Ese sonido agudo, arrogante. Levanté la mirada con cuidado, como si ya supiera lo que iba a ver.

Y ahí estaban.

Fabián y Verónica, caminando juntos, conversando… riendo. Ella con ese vestido rojo ajustado, ese peinado perfecto, ese aroma que anunciaba su entrada incluso antes de que cruzara la puerta. Y él… él con su porte frío, su camisa impecable, su expresión serena. Como si nada. Como si no hubiese destrozado todo apenas unas horas atrás.

Mi pecho se apretó. No podía creerlo. No había una pizca de remordimiento en su rostro. Ni un mínimo indicio de que algo hubiese ocurrido entre nosotros. No. Ellos parecían los protagonistas de una historia distinta… una donde yo no existía.

Se acercaron a la oficina privada de dirección, y al pasar frente a mi escritorio, Verónica giró lentamente el rostro y me miró de reojo, con esa sonrisa cínica que tanto detesto.

—Buenos días, Ana —dijo con tono meloso—. Qué gusto verte tan… recuperada.

Fabián no dijo una sola palabra. Pero sus ojos me buscaron. Solo por un segundo. Me miró como si nada. Como si anoche no me hubiese dicho que yo era un error. Como si no me hubiese dejado ahí, destrozada, hecha pedazos.

Me obligué a tragarme el nudo en la garganta y respondí sin levantar la cabeza:

—Buenos días, Verónica. Señor Ariztizábal.

Ella soltó una risita. Él simplemente siguió caminando y entraron a la oficina. Cerraron la puerta. Y el ruido volvió a ser silencio.

Me quedé mirando la pantalla sin leer nada, apretando los dientes, tragándome cada emoción como si fuera veneno.

Sentí el ardor en los ojos, pero no iba a llorar. No frente a ellos. No en este lugar.

Quise seguir con mis labores y realmente rogar que lo jornada se pasara muy rápido, no quería quedarme mucho tiempo más aquí, tengo que buscar opciones laborales, lo mejor será cortar lazos con Fabian, y realmente esto es lo único que nos une ya no hay absolutamente nada más por lo que luchar.

Pérdida en mis pensamientos, y tratando de concentrarme, sentí algunos ruidos….

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