Me obligué a levantarme. Tenía que ir a la oficina. Aunque por dentro estuviera rota, por fuera debía parecer fuerte. Me metí a la ducha con agua helada, buscando congelar todo lo que sentía. No podía darme el lujo de derrumbarme en el trabajo. No otra vez.
Me puse un pantalón negro ajustado y una blusa blanca sin mangas. Me recogí el cabello en una coleta baja y cubrí las ojeras como pude. Respiré hondo antes de salir, como si fuera a enfrentar una guerra. Porque lo era.
El camino fue silencioso. Nadie me miraba, nadie hablaba. Todos parecían concentrados en sus pantallas, y eso me tranquilizó. Me senté en mi puesto, encendí el computador y comencé a revisar correos, deseando desaparecer entre los documentos y las cifras.
Pero el infierno no tarda mucho en aparecer.
Apenas pasaban las nueve de la mañana cuando escuché el clic de los tacones de Verónica por el pasillo. Ese sonido agudo, arrogante. Levanté la mirada con cuidado, como si ya supiera lo que iba a ver.
Y ahí estaban.
Fabiá