Después de enviarle ese mensaje a Verónica —*Él decidió quedarse con su verdadera familia. Ya lo recordó todo. No juegues más, Verónica*— apagué el celular de golpe y me acosté fingiendo que podía dormir. Pero no fue así.
Muy temprano, todavía con el cielo opaco, escuché un alboroto en el pasillo. Voces, pasos rápidos, y el chirrido de una silla de ruedas. Me asomé apenas por la rendija de la puerta y ahí estaba: Verónica, pálida, con su bebé en brazos como si fuera un trofeo. La rodeaba un grupo de médicos y enfermeras. Al pasar frente a mi ala, giró el rostro y me lanzó una mirada cargada de veneno, una sonrisa torcida que me heló la sangre.
Quise salir de inmediato, enfrentarla, pero Matías me sostuvo fuerte de la mano.
—Ana, no lo hagas. No te conviene. Tu salud está primero —me dijo en voz baja.
Tenía razón. Tragué saliva y me obligué a quedarme quieta, aunque por dentro sentía que me quemaba.
Verónica entró a la habitación de Fabián. No aguanté más y caminé despacio hasta quedar