Me quedé con la respiración pegada al pecho, como si el aire fuera un lujo que no me podía permitir. Fabián no salió por la puerta. Se quedó—allí, a mi lado—con la mirada hecha jirones, debatiéndose entre el impulso de correr hacia Verónica y algo que lo anclaba a mí. Sentí que el mundo se sostenía de un hilo muy fino.
En ese silencio tenso apareció el médico, con el expediente en la mano y la expresión grave que ya me sabía de memoria. Se acercó y, con voz medida, me dijo:
—Los resultados muestran alteraciones. Hay riesgo, Ana. Tiene que guardar reposo absoluto, medicamentos, control estricto. Esto no está estable.
Las palabras cayeron sobre mí como un baldado de agua fría. Matías apretó mi mano sin decir nada; su calor me ancló a la realidad. Fabián me miró entonces con los ojos dilatados, con una mezcla de rabia, miedo y algo parecido a la incredulidad.
—¿Cuántos meses tiene? —preguntó de golpe, la voz rota, intentando aferrarse a una cifra como si fuera una tabla salvavidas.
Lo mi