No dormí. La noche fue un tormento. Cada vez que cerraba los ojos, imaginaba el rostro de Fabián, borroso, entremezclado con recuerdos que quizás él ya había recuperado… o que nunca regresarían. Me revolvía en la cama del hospital como una niña inquieta, mientras Matías me pedía que intentara descansar. Pero ¿cómo descansar con Gerard en mi mente, con la promesa de un encuentro que podía cambiarlo todo?
Pasé el día con Matías. Él intentaba distraerme, hablándome de mil cosas que no retuve. Era paciente, demasiado paciente. Pero yo sabía que detrás de cada palabra había un miedo: que yo me hundiera más de lo que ya estaba, o peor, que corriera de nuevo tras Fabián como si no hubiera aprendido nada.
La noche se me hizo eterna. El reloj parecía no avanzar y, al amanecer, mi cuerpo entero estaba agotado, pero mi cabeza más despierta que nunca. Cuando escuché el sonido de pasos firmes acercándose al cuarto, sentí que mi corazón iba a estallar.
La puerta se abrió.
Era Gerard.
—Ana… —dijo co