Pronto los médicos entraron con el semblante serio: a Fabián tendrían que dejarlo internado en el hospital para estabilizarlo. Yo aún estaba en mi camilla, con la respiración agitada, mientras veía cómo lo rodeaban. Cuando me miró, lo hizo con una intensidad que me atravesó entera.
—Ana… necesito hablar contigo a solas —su voz salió más baja de lo habitual, casi quebrada.
Matías quiso interceder, Gerard también, pero yo asentí. Todos salieron, y quedamos solo él y yo. El silencio nos envolvió como un secreto prohibido.
—Ana, por favor —empezó, frotándose las sienes—. No entiendo qué pasa con mi maldita mente… necesito aclarar, necesito recordar. Todo lo que veo es a Verónica, a ella y al bebé en medio de un atentado. Pero contigo… contigo siento algo distinto. Es como si hubiera un vacío que solo tú puedes llenar.
Mi corazón latía a mil. Me obligué a no temblar.
—Fabián —le dije—, yo estaba esperándote en el hospital… porque ahí nos estábamos quedando juntos, cuidando de nuestro bebé.