Dormí mal. O mejor dicho: no dormí. Mis ojos arden, mi cuerpo duele y mi alma está hecha polvo. Me quedé abrazada a la almohada como si fuera lo único que me sostuviera. Afuera, el silencio. Adentro, un caos.
Me levanté tarde. La casa estaba en silencio, como si el eco de anoche también se hubiera dormido. Caminé hasta la cocina y, para mi sorpresa, allí estaba él.
Fabián.
Sentado en la barra con una taza de café que claramente no se había tomado. Tenía el rostro hinchado, ojeras marcadas, el cabello revuelto y la misma ropa del día anterior.
—Buenos días —dijo con voz ronca.
Lo ignoré. Abrí la nevera, busqué algo de leche y la serví como si no estuviera ahí. Sentí su mirada fija en mí todo el tiempo. Como si buscara una señal para hablar. Como si no supiera por dónde empezar.
—Ana… lo de anoche… —comenzó.
—No empieces —interrumpí sin mirarlo—. No tengo fuerzas.
—Sé que la cagué.
—¿Eso es todo? ¿“La cagué”? —lo miré por fin—. ¿Después de decirme que nunca fui más que una más?