Tomé las tazas con firmeza
—Permiso —dije sin agachar la mirada—. Sus cafés.
Sonreí con hipocresía; mi pecho dolía de solo pensar en lo que él me había hecho sentir.
—Gracias, Ana. Qué cortes —comentó Gerard, con compasión en los ojos.
Antes de que pudiera responder, Fabián intervino en tono autoritario:
—Toma, trascribe esto —dijo, ignorándome por completo.
Asentí con la cabeza y salí de la habitación, encaminándome de regreso a mi escritorio. De pronto, la puerta se abrió de golpe y entró un hombre: alto, musculoso y con una presencia arrogante.
—Buenos días —saludó con una sonrisa coqueta que me recorrió de pies a cabeza.
Me miró detenidamente, como si intentara desnudarme con la mirada. Su seguridad lo envolvía, y algo en él me resultaba inquietantemente familiar.
—Soy Thomas Herrera. Puedes decirle a Fabián que ya llegué —añadió, desplegando la misma sonrisa.
—Claro —respondí casi sin pensar—. Enseguida le aviso.
Corrí por el pasillo hasta encontrar la oficina de mi je