Me incorporé con fuerza. No iba a permitir que me viera destruida, no después de la forma en que salió de mi casa esta mañana. Me duché, me maquillé con detalle, y escogí la blusa más elegante que tenía. Hoy iba a lucir como lo que era: una mujer fuerte, digna… aunque por dentro estuviera hecha trizas.
Tomé un taxi, sin querer enfrentarme a la tristeza del bus. Al llegar a la empresa, el cielo parecía todavía gris, pero yo… yo entré con la cabeza en alto, firme, sintiendo que mis tacones marcaban el paso de mi determinación. Apenas pedí el ascensor, me arrepentí. Ahí estaba Fabián… junto a Gerard. Gerard. Su mejor amigo. Aquel que me conoció cuando esto parecía una historia de amor y no esta pesadilla sin fin. Él siempre fue amable, cariñoso… y recuerdo que incluso llegó a advertirle a Fabián que no me juzgara sin saber la verdad, que lo que ocultaba seguramente no era otro hombre, sino algo más doloroso. —¡Heyyyy, Ana! —dijo Gerard con una gran sonrisa, como si el tiempo no nos hubiera arrastrado a esta tormenta. —Hola, Gerard. Qué gusto verte. Buenos días, jefe —dije rápido, sin mirarlo. —¿Jefe? —preguntó confundido, buscando los ojos de Fabián—. ¿Qué pasó con ustedes? ¿Dónde quedaron las risas, las miradas cómplices, esa picardía entre los dos? Quiso aliviar la tensión, pero Fabián lo fulminó con la mirada. —Estás equivocado, Gerard —respondió con frialdad—. Solo fueron unos cuantos revolcones. Nada más. Sus palabras me azotaron como una bofetada en la cara. —Ey… —dijo Gerard, empujando ligeramente su brazo con incomodidad. —Estás hermosa, Ana —continuó—. ¿No te parece, Fabián? Hoy se ve radiante. Fabián me miró con ese desdén que ya se le volvía costumbre. —Radiante… —repitió con desprecio—. A mí me parece muy… corriente. Muy del montón. Esa frase me dolió. Mucho. Pero no me quedé callada. —Basta. No tiene que ser tan patán, jefe —respondí con rabia contenida, bajándome del ascensor sin esperar más. Sentí su mirada clavada en mi espalda mientras me dirigía a mi escritorio. A mi alrededor, todos corrían a saludarlo, a ofrecerle café, a adularlo como si fuera un dios. Él los ignoraba con arrogancia. Pasó junto a mi escritorio, Gerard a su lado, aún con cara de incomodidad. —¿Eres mi secretaria, no? —preguntó Fabián con tono autoritario, deteniéndose frente a mí. Asentí en voz baja, sin entender por qué la pregunta me heló. —Entonces, ¿qué esperas para traerle a Gerard y a mí un café? —dijo sin mirarme siquiera, girando sobre sus pasos mientras su voz retumbaba como una orden, no como una petición. Gerard me miró con culpa, claramente incómodo, como si quisiera decir “lo siento” sin palabras. Respiré hondo. Me tragué las lágrimas. No iba a darle el gusto de verme débil. No otra vez. Me levanté, caminé hacia la cafetera, y murmuré para mí misma: "Esto no va a durar para siempre, Ana. Algún día vas a salir de esto. Algún día lo vas a dejar de amar y dejar que te trate así. Y cuando lo hagas, Fabián Ariztizábal va a lamentar cada palabra."