La cena

La tarde cayó sobre la mansión Wood con una elegancia casi intimidante.

Sofía estaba de pie frente al espejo de la habitación de invitados, mientras una asistente —elegida por Isabel Wood— ajustaba el vestido azul marino que había sido “seleccionado para ella”.

—No te muevas —ordenó la mujer sin levantar la voz.

Sofía obedeció.

Nunca había llevado algo así: suave, ajustado en la cintura, con una caída tan perfecta que hacía que sus piernas parecieran más largas de lo que eran.

No se reconocía.

Cuando la asistente terminó, dio un paso atrás.

—La señora Wood dijo que debías parecer… pulida —comentó, con una sonrisa profesional—. Creo que lo hemos logrado.

“Pulida”.

Como si fuera un objeto.

Un trofeo.

Sofía respiró hondo, intentando ignorar el nudo en el estómago.

—Gracias —susurró.

Cuando la asistente se marchó, Sofía quedó sola.

Se miró en el espejo otra vez.

“Futura Wood”, había dicho Isabel esa mañana.

Pero lo que veía frente a ella no era una Wood.

Seguía siendo la misma chica que limpiaba los pasillos de los Becker.

Solo… disfrazada.

EL SALÓN DE LA CENA

El salón principal estaba transformado:

candelabros encendidos, flores blancas, meseros uniformados moviéndose en silencio.

Y personas.

Personas ricas.

Importantes.

Influyentes.

Y todas… la analizaban cuando bajó las escaleras.

Sofía sintió sus pasos volverse más pesados.

Más torpes.

Cuando llegó al último escalón, vio a Isabel esperándola.

—Llegas justo a tiempo —dijo ella, dándole una mirada rápida, evaluadora—. Luces… presentable.

Sofía no respondió.

Isabel le ofreció su brazo.

—Camina conmigo. Y recuerda: sonríe cuando debas, calla cuando sea necesario.

Sofía asintió con la cabeza.

Cruzaron el salón juntas, como si Isabel fuera una reina y Sofía… su sombra obediente.

Los invitados murmuraban.

—¿Esa es la prometida de Eduard?

—Muy joven.

—¿Los Becker? ¿No era adoptada?

—Parece nerviosa.

—No tiene porte de Wood.

Cada palabra era una pequeña herida.

Isabel las escuchó todas.

Y no movió un músculo en defensa de Sofía.

Se detuvo frente a un pequeño grupo de hombres trajeados y sonrió.

—Caballeros, les presento a Sofía.

Cuatro pares de ojos la examinaron de arriba abajo.

—Así que tú eres la prometida —dijo uno de ellos, con un tono demasiado cercano a la burla—. Vaya sorpresa.

—Más bien… peculiar —añadió otro, como si comentara un cuadro.

Sofía sonrió débilmente.

Isabel, en cambio, sonrió con falsa diplomacia.

—Es… simple —dijo, como si fuera un halago—. Pero sabe comportarse.

Sofía sintió que se le hundía el pecho.

Nunca había querido tanto desaparecer.

LA LLEGADA DE EDUARD

Una sombra se proyectó detrás de ella.

Eduard.

Traje negro, postura firme, mirada gris y afilada.

Casi todos los invitados se giraron hacia él, como si la cena completa orbitara en su presencia.

—Disculpen —murmuró él, con esa voz controlada y cortante—. Necesito hablar con mi prometida.

Isabel tensó apenas la mandíbula, pero no comentó nada.

Eduard tomó a Sofía por el codo —no fuerte, pero sí con determinación— y la apartó del grupo.

Cuando estuvieron a unos pasos de distancia, él se inclinó ligeramente hacia ella.

—¿Estás bien?

Sofía pestañeó, sorprendida.

No esperaba esa pregunta.

—Solo… un poco abrumada.

Eduard asintió lentamente.

—Ignóralos. No merecen que los escuches.

Ella bajó la mirada.

—Sé que no encajo aquí.

—Eso no es lo que dije.

—Pero es lo que todos piensan.

Eduard suspiró.

Por un instante, su expresión cambió.

Muy poco.

Pero suficiente para revelar algo parecido a… incomodidad.

Quizás culpa.

—No tienes que demostrar nada —dijo él, más bajo—. Solo… mantente cerca de mí esta noche.

Sofía sintió un pequeño temblor.

No de miedo.

Algo distinto.

—Está bien —asintió.

LA CENA SECRETAMENTE ESTRATÉGICA

Sofía estaba sentada a la derecha de Eduard.

Isabel en la cabecera.

Los invitados alrededor, posicionados estratégicamente como piezas de ajedrez.

Había conversaciones sobre negocios, inversiones, expansiones internacionales.

Nada que Sofía entendiera.

Nada que la incluyera.

—Eduard —dijo un hombre de barba gris—, he oído que tu prometida viene de una familia… modesta.

“Modesta”.

Como si fuera una mancha.

Eduard apoyó la copa con calma.

—Mi prometida no necesita justificar su origen —respondió con una firmeza que hizo callar a tres personas.

Las miradas se dirigieron a Sofía.

Unas curiosas.

Otras juzgadoras.

Otras… envidiosas.

—Debe ser difícil para ti adaptarte a este ambiente —dijo una mujer elegante, con sonrisa envenenada.

—Estoy aprendiendo —contestó Sofía, educada.

—¿Y no te asusta? —insistió otra—. Ser una Wood implica… peso.

Isabel intervino entonces.

—Sofía es obediente. Aprenderá.

Sofía tragó saliva.

Esa palabra.

Obediente.

Eduard bajó los cubiertos despacio.

—Madre —dijo con voz controlada—. No hables por ella.

Isabel sonrió sin mirarlo.

—Cariño, solo digo lo evidente.

Eduard iba a responder, pero Sofía le tocó discretamente el brazo.

—Está bien —susurró ella—. No pasa nada.

Pero sí pasaba.

Y Eduard lo sabía.

EL BRINDIS

Uno de los hombres pidió silencio, levantando su copa.

—Propongo un brindis por la familia Wood —declaró—. Por su impecable legado.

Las copas chocaron suavemente.

—Y por la futura unión —continuó otro— entre Eduard Wood y la joven Sofía.

Todos la miraron de nuevo.

Era como estar bajo un microscopio.

—¿Por qué no dices unas palabras, querida? —preguntó una mujer.

Sofía abrió la boca… pero ninguna palabra salió.

¿Qué se supone que debía decir?

¿Qué se supone que debía prometer?

Eduard dio un paso en su defensa.

—No tiene por qué—

—Está bien —lo interrumpió Sofía, sorprendida por su propia voz.

Se levantó.

La copa temblaba en su mano.

—No tengo… un apellido poderoso —empezó—. No tengo la elegancia de ustedes. Ni crecí entre cenas como esta.

Algunas cejas se alzaron.

—Pero… haré lo mejor que pueda —continuó—. No para cumplir expectativas… sino para ser digna de algo que nunca pensé tener: una oportunidad.

Silencio.

Un silencio profundo.

Eduard la miró como si la estuviera viendo por primera vez.

Isabel, en cambio, parecía haber encontrado un nuevo motivo para analizarla.

Sofía iba a sentarse cuando una voz masculina habló desde la entrada:

—Muy bonito discurso.

El salón entero giró hacia la puerta.

Y Sofía sintió que el corazón se le detenía.

Ethan.

De pie, traje gris, mirada divertida… y sin invitación.

Eduard se levantó.

—No estabas en la lista de invitados.

—Nunca lo estoy —sonrió Ethan—, pero siempre llego.

La tensión cayó sobre el salón como una sombra larga.

Isabel entrecerró los ojos.

—¿Qué haces aquí, Ethan?

Él paseó la mirada por el salón…

…y se detuvo en Sofía.

—Vengo a felicitarte —dijo, con voz suave—. Por tu elección de prometida.

Eduard dio un paso adelante.

—Lárgate.

Ethan se rió bajito.

—Tranquilo, Eduard. Solo quería ver a Sofía.

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