4 SOMBRAS Y LUNA

CAPÍTULO 4 – SOMBRAS Y LUNA

Narrado por Khael

Desde el instante en que su aroma cruzó el límite del bosque prohibido, lo supe. No porque oliera a sangre o a miedo, sino porque su esencia era distinta. Era luna quebrada, fuego contenido, rabia dormida. Ella no venía buscando refugio, aunque aún no lo supiera. Venía por verdad, por venganza… y también por mí.

La Luna me la envió. No como consuelo, sino como sentencia. Durante años creí que mi castigo era el exilio, pero esa noche entendí que aún quedaba algo pendiente. Ella era la pieza que faltaba. La aliada que no pedí, pero que necesitaba. Aunque jamás se lo diría.

La observé durante tres noches desde la distancia. La vi sangrar, tambalearse, romperse y aún así seguir avanzando. Su cuerpo gritaba agotamiento, pero su alma no cedía. No se lamentaba, no imploraba, no se rendía. Y entonces supe que esa loba desterrada no era una víctima. Era una llama que el mundo había intentado apagar… y había fracasado.

No era su fuerza lo que me atrapaba. Era su resistencia silenciosa, su dignidad incluso bajo el barro y el desprecio. La Luna no se había equivocado. Ella era la herida, pero también era la espada.

Esperé hasta la cuarta noche para revelarme. Aparecí sobre la roca que coronaba el claro como una sombra viva. Mi cuerpo inmóvil, mi respiración apenas un susurro. Quería verla. Quería que me viera. Y cuando alzó el rostro, cuando nuestros ojos se encontraron por primera vez, entendí que nuestras historias, aunque distintas, compartían un mismo dolor.

Sobre una roca, inmóvil como una sombra viva, estaba yo. Un lobo negro de pelaje oscuro como la medianoche, con ojos plateados que brillaban como lunas. Sus miradas se cruzaron. El no era un renegado.

Él no era su enemigo. Era otra cosa.

Bajé de la roca sin apartar la mirada. Mis patas no hacían ruido. Mi voluntad era más fuerte que el silencio mismo. Ella no huyó. Se irguió. Como una loba que no sabe aún su poder, pero ya no lo niega.

—¿Quién eres? —preguntó sin un gramo de miedo.

—¿Importa? —respondí, sin necesidad de abrir el hocico. Mi voz vibraba en el aire, como si brotara de los árboles, del suelo, de la Luna misma.

El bosque se congeló. Incluso el viento dejó de soplar.

—No me sigas si no estás lista para morir.Le dije .

Y justo entonces, como si el destino obedeciera mi voluntad, surgieron de la maleza los primeros ojos rojos. Un gruñido salvaje. Un lobo renegado, distinto a los demás, grande, torcido, hambriento de muerte. No estaba solo. Otros tres lo flanqueaban, cada uno tan despiadado como el primero.

Ella se tensó, los músculos listos para el combate, aunque el cuerpo aún reclamara descanso.

Yo no me moví.

—Esto es tu prueba. Defiéndete sola.

—¿Qué? ¡Son cuatro!

—¿Y tú no querías venganza? ¿No querías justicia? —le solté sin emoción, solo verdad—. La justicia no se pide de rodillas. Se arranca con los dientes.

Y lo hizo.

No lo pensó más. Se lanzó como una bestia condenada que ya no temía morir. El primer zarpazo le cruzó el pecho. El dolor la hizo gritar, pero no la detuvo. Rugió. Su loba rugió. Y lo que vi después fue algo que guardaré en mi memoria hasta el fin.

Garras. Mordidas. Aullidos. Un combate brutal, desigual, sangriento.

Uno cayó. Otro la mordió en la pierna. El tercero la empujó al suelo. Ella gritó, no por terror, sino por el estallido de todo lo que venía acumulando desde el día en que la traicionaron.

Y entonces, ocurrió. Vi cómo su energía se desbordaba. Como si el alma de la Luna misma despertara en su interior. Gritó con una rabia tan ancestral que estremeció los árboles. Algo pasó por su mente —lo supe, porque su mirada cambió. Porque su rugido fue personal.

—¡NO! —gritó, y una onda de energía estalló desde su pecho. El lobo que la aplastaba voló por los aires.

El bosque tembló. Los otros huyeron. Y por primera vez, me permití acercarme.

Caminé hacia ella como quien se acerca a una estrella recién nacida: con cuidado, pero sin temor. Su pierna sangraba. Sus manos temblaban. Pero ella no cayó. Me sostuvo la mirada con una mezcla de furia, orgullo y algo que me hizo apretar los dientes.

—Entonces habla —me dijo—. Porque si tú sabes quién soy… yo también quiero saberlo.

No podía seguir oculto. Cambié.

El crujido de mis huesos rompió el silencio. Pasé de lobo a hombre. Alto. Firme. Cicatrizado. La imagen del exilio hecha carne.

—Me llamo Khael.

—¿Y qué quieres de mí?

—No quiero nada —le mentí. Porque sí quería algo. Quería verla reclamar su lugar. Quería verla romper la estructura que a mí me arrancó el futuro. Pero eso no se lo mostraría—. Pero tú sí. Y yo puedo ayudarte a conseguirlo… si estás dispuesta romper lo que queda de ti.

Ella dio un paso. No por rendición. Por decisión.

—Estoy dispuesta a romper el mundo si hace falta.

Sonreí, no porque me complaciera. Sino porque al fin la loba estaba lista.

—Entonces ven conmigo.

Y justo entonces, el viento volvió a soplar. Pero no con calma.

Un rugido lejano, profundo, antiguo, rompió la noche. Las ramas vibraron. Las hojas se agitaron. Los pájaros alzaron vuelo.

No estábamos solos.

Y las sombras del pasado… se acercaban.

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