CAPÍTULO 3: EL PRIMER PASO
La sangre tiñó la tierra.
No era la suya.
El lobo gris yacía a sus pies, su garganta destrozada, la mirada vacía clavada en el infinito. Muerto. Silencioso. Irreversible.
Nayara jadeaba, sus pulmones quemaban con cada bocanada de aire. Sus piernas temblaban, su piel era un mapa de heridas abiertas, pero no sentía el dolor.
No todavía.
El peso de la muerte era un muro en su pecho, aplastándola. El hedor de la sangre fresca impregnaba su aliento, su piel, su alma.
¿Cómo lo había hecho?
No lo sabía. El recuerdo era una maraña difusa: el filo desesperado del miedo, el estruendo de su corazón, el crujido de huesos, el rugido de su loba…
Y luego, la liberación.
Un instante antes, había sido una condenada.
Ahora, era una cazadora.
Su loba había despertado.
Y el mundo había temblado.
El bosque prohibido respiraba alrededor de ella. Un susurro de temor. Un estremecimiento en las raíces. No era respeto.
Era miedo.
Los otros renegados —aquellos que se habían lanzado sobre ella como carroñeros— ahora la observaban desde las sombras, desconcertados, inseguros.
Nayara no era la presa.
Era una amenaza.
Uno de ellos, de pelaje oscuro y rostro surcado de cicatrices, entornó los ojos. Su voz grave rompió el silencio.
—Interesante...
Nayara levantó el rostro, las pupilas dilatadas, el cabello enmarañado pegado a su rostro manchado de sangre. Se pasó la lengua por la comisura herida de sus labios, saboreando el sabor metálico.
Y sonrió.
Una sonrisa rota, salvaje, hermosa en su crudeza.
—Nos subestimaste.
El silencio explotó en caos.
Un lobo se lanzó contra ella. Otro lo siguió. Las garras resplandecieron bajo la luna como cuchillas sedientas.
Pero Nayara no era la misma.
Giró sobre sí misma, esquivando el primer golpe. Sintió el roce del pelaje enemigo contra su piel. Se agachó, rodó, se impulsó con las manos, esquivando el zarpazo que buscaba su garganta.
Demasiados.
Demasiado pronto.
Su cuerpo aún llevaba el precio de la traición. Su energía era una vela a punto de extinguirse.
No podía vencerlos.
No hoy.
Un plan se tejió en su mente como un latido:
Sobrevive.
Escapa.
Lucha otro día.
La tierra rugió bajo sus pies.
Nayara corrió.
Pero no era una huida.
Era un desafío.
Cada pisada contra la tierra era un golpe de guerra. Cada respiro cortado era una promesa.
No era el miedo lo que la impulsaba.
Era la sed de venganza.
Las ramas la arañaban. La maleza intentaba frenarla. Pero el bosque la reconocía, la aceptaba, la protegía. Era hija de la Luna, desterrada, pero no derrotada.
Los rugidos de los renegados estallaron tras ella, persiguiéndola.
Que vengan.
Saltó sobre raíces, trepó rocas, se deslizó entre espinas y sombras.
Más lejos.
Más lejos de la manada que la traicionó.
Más lejos del pasado que quiso destruirla.
Sus piernas ardían como hierro al rojo vivo. La sangre goteaba de sus heridas. El hambre era un monstruo en su vientre. El frío, una daga clavada en su columna.
Pero Nayara seguía de pie.
Aunque el mundo la olvidara. Aunque la Luna misma cerrara sus ojos.
Ella no se rendiría.
***
Las noches pasaron como susurros helados.
El bosque prohibido no era un lugar para los débiles. Y Nayara ya no era débil.
Aprendió a moverse en silencio, a cazar con paciencia salvaje, a dormir con un ojo abierto y las uñas listas. Cada día era una batalla contra el hambre, contra el dolor, contra los recuerdos.
La primera vez que mató una presa con sus propias manos, vomitó entre sollozos.
Pero no se permitió flaquear.
La debilidad ya no era una opción.
Y en cada amanecer solitario, cuando el rocío congelaba su piel y el hambre le carcomía los huesos, recordaba.
Recordaba el rostro de Gael,su voz dictando sentencia sin un temblor en su voz Su espalda alejándose sin mirar atrás.
La rabia la mantenía en movimiento donde el fuego de la traición la mantenía viva.
A veces, cuando el cansancio era insoportable, Nayara alzaba los ojos al cielo, buscando a la Luna.
Siempre la encontraba,brillando silenciosa, inmutable.No la abandonado.
En la soledad más cruel, Nayara sentía el susurro de la diosa antigua, la caricia invisible de algo sagrado. Le recordaba quién era ella.
Fue en una de esas noches, cuando el frío calaba hasta los huesos y la soledad era un monstruo al acecho, que lo vio.
Un lobo negro como la noche, grande, majestuoso, inmóvil sobre una roca que dominaba el claro.
Sus ojos de plata brillaban como dos lunas pequeñas, fijos en ella.
Nayara se detuvo, el corazón le martillaba el pecho.
No era un enemigo,no era un renegado y no parecía ser un cazador.
Su presencia era antigua, profunda, como si la tierra misma lo hubiera esculpido. No llevaba el olor de la traición ni de la muerte.
Llevaba el aroma del destino.
La brisa agitada en torno a ellos trajo el eco de un susurro.
Y entonces, el lobo habló.
Su voz no fue un rugido. Fue un trueno lejano, cargado de algo más grande que ambos.
—No estás sola, Nayara.
El sonido de su nombre en labios desconocidos la atravesó como un relámpago. La piel se le erizó. Sus sentidos se agudizaron.
No fue miedo lo que sintió ,su loba no se oculto .
Sintió algo olvidado por ella desde que la sentenciaron ,ella sintio esperanza.
Y supo —sin entender cómo, sin saber por qué— que su historia no había terminado esa noche en el bosque prohibido.
No.
Apenas estaba comenzando.