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5 EL LEGADO DE LOS EXILIADOS

CAPÍTULO 5: EL LEGADO DE LOS EXILIADOS

El camino a través del bosque fue un susurro tenso entre los árboles, un murmullo constante que parecía querer tragársela. Nayara avanzaba siguiendo al lobo negro, cada músculo de su cuerpo tensado por la desconfianza, por el instinto de supervivencia que martillaba en su sangre como un eco ancestral. El cansancio era un monstruo que la devoraba desde adentro, el dolor palpitaba en cada herida aún abierta, pero sus pasos seguían firmes, tercos, como si cada uno fuera una declaración de guerra contra el mundo que la había condenado.

No confiaba en él. No confiaba en nadie. Pero algo, algo más profundo que el miedo o la rabia, la impulsaba a seguirlo. No era una sumisión. Era una intuición oscura que le gritaba que tras ese lobo se escondía una verdad que lo cambiaría todo.

Él se movía como una sombra viva, deslizándose entre la maleza sin un solo crujido, como si fuera parte misma de la noche. La oscuridad lo reclamaba, lo protegía, lo adoraba. No era un lobo común. Había en él una presencia tan antigua, tan salvaje, que helaba la sangre de Nayara, pero también despertaba algo dormido dentro de ella, un recuerdo que no sabía que existía, una inquietud que no terminaba de comprender.

Finalmente, el sendero los llevó a un claro oculto en el corazón del bosque. La luna brillaba en lo alto, bañando la escena con una luz plateada que hacía que todo pareciera suspendido en un instante eterno. Pero lo que atrapó su atención no fue la belleza del lugar. Fue el altar. Un círculo de piedras antiguas, talladas con inscripciones que Nayara no podía entender, pero que su sangre sí reconocía, como si una parte enterrada de ella misma despertara con solo mirarlas.

El aire vibraba con una energía que erizaba la piel, como si los susurros de generaciones perdidas habitaran allí, esperando, acechando. Ese lugar no era un refugio. Seguro era el destino. Era una sentencia.

El lobo negro avanzó hasta situarse en el centro del altar. Y entonces, ante los ojos incrédulos de Nayara, su cuerpo empezó a cambiar. El crujido de huesos y carne desgarró el silencio, un sonido brutal, visceral. La transformación fue un acto de violencia y renacimiento. Donde había habido un lobo imponente, ahora se alzaba un hombre.

No cualquier hombre era alto de músculos definidos por la vida salvaje,su piel curtida por el clima .Tenía el cabello negro cayendo en mechones rebeldes sobre un rostro afilado, duro, marcado por una cicatriz que atravesaba su mejilla como un recordatorio perpetuo de viejas batallas. Pero eran sus ojos… sus ojos plateados… los que contaban la historia de un alma irreductible. Había algo en su mirada que la descolocó. Una intensidad conocida. Un fuego familiar tenía un reflejo que le dolía mirar.

Nayara sintió su corazón martillar contra su pecho herido. No era Gael pero por un segundo, por una fracción de segundo que le pareció eterna, creyó ver en él algo que le pertenecía. Una sombra de lo que amó. Una chispa de lo que perdió. El mismo gesto contenido. La misma forma de apretar la mandíbula. Una voz parecida que no pedía, que ordenaba sin elevar el tono. Y eso fue suficiente para que su rabia, que creía domada, rugiera otra vez.

—Khael —su nombre escapó de sus labios como un suspiro arrancado de otra vida.¿Eres ....algo de Gael ?

Khael no reaccionó de inmediato. Permaneció de pie en el centro del altar, su mirada fija en las piedras antiguas, como si pudiera leer en ellas los pecados y las traiciones de mil años. Cuando habló, su voz era un eco helado.

—Hace años, tu manada me desterró.

Su tono era plano. Sin furia. La calma de quien ya había sangrado todo su dolor.

—No por un crimen, sino porque mi existencia era una amenaza para su poder.

Nayara frunció el ceño, su mente atrapando cada palabra como si fueran fragmentos de un espejo roto.Su nombre lo escucho alguna vez.

—¿Por qué? —preguntó, su voz un susurro de acero.

Khael alzó la mirada. Sus ojos eran cuchillas de plata.

—Porque nací para ser Alfa. —Su voz cortó el aire como una daga—. Y mi hermano… temió perder su trono. Así que me lo arrebató todo.

El peso de sus palabras cayó sobre Nayara como un muro invisible. Ese dolor latente tanta traición. Era su dolor tan parecido a su traición. La historia de Khael no era un cuento antiguo. Era su propio reflejo.Una condena sin juicio esa soledad que les fue impuesta. El hambre, el frío, la rabia quemándole las entrañas. Eran lo mismo.

La luna, desde lo alto, pareció intensificar su resplandor, como si el cielo mismo reconociera la gravedad de ese encuentro. Khael dio un paso hacia ella. Su presencia era una tormenta contenida.

—Tienes dos caminos, Nayara —su voz descendió hasta un susurro que vibraba en sus huesos—. Puedes pudrirte en el exilio hasta que mueras. O puedes aprender. Aprender a hacer que la Luna brille solo para ti.

El aire entre ellos se volvió espeso. Pesado. Cargado de una promesa silenciosa. Nayara sintió cómo su pecho ardía, cómo cada latido de su corazón golpeaba contra sus costillas como un tambor de guerra. Recordó la sangre, los golpes. Recordó los ojos que alguna vez la amaron y luego la traicionaron. Recordó la sentencia que le robó su nombre.

Ellos habían querido destruirla. Pero ella aún estaba viva. Aún estaba de pie.

Khael no insistió, no pidió y nunca suplicaría. Simplemente esperó la decisión no era un mandato. Era un destino que Nayara debía elegir.

Y cuando alzó su mirada —una mirada rota, furiosa, indomable— y sus ojos verdes se encontraron con los de él bajo la luna sangrante, su respuesta fue un estallido en el silencio.

—Enséñame. Quiero vengarme.

Y la Luna, allá en lo alto, brilló como un faro despiadado. El bosque tembló con la furia contenida de siglos.

Y en algún lugar, no muy lejos, los ecos de su decisión comenzaron a despertar cosas que no deberían moverse bajo la luz de la luna. Porque una loba herida puede sanar… pero una loba traicionada jamás vuelve a ser la misma.

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