Epílogo — La Noche de Lorien
Un año después, la manada se había convertido en un lugar donde la rutina no era sinónimo de aburrimiento, sino de calma conquistada. El peligro, aunque nunca desaparecía por completo, ya no rondaba como un fantasma constante. En su lugar, los bosques respiraban un aire distinto, con más risas que gritos, con más canciones que lamentos. Y, en medio de todo eso, la casa del Alfa y de su Luna se había transformado en el centro de un pequeño universo gobernado por cuatro voces infantiles: los trillizos —Lorien, Selene y Amaris— y Nay, la hija de Mónica y Varek.
Los días de Gael y Nayara eran un torbellino. Apenas despertaban, tres pares de ojitos los reclamaban con la insistencia de la vida misma. Lorien solía ser el primero en abrir los brazos y balbucear sonidos que parecían órdenes disfrazadas de inocencia. Selene, siempre más tranquila, prefería rodar hasta encontrar el pecho de su madre, buscando ese refugio tibio que la calmaba. Amaris, en cambio, te