Mundo ficciónIniciar sesiónNathan salió del despacho con la misma calma con la que había entrado, aunque en su interior llevaba la decisión recién tomada como un hierro ardiente. Los pasos firmes resonaban sobre el mármol de los pasillos de la mansión Smith, y su figura alta y elegante proyectaba una sombra imponente bajo las lámparas de cristal. No había en su porte ninguna señal de incomodidad; era un hombre acostumbrado a lidiar con pactos, negociaciones y alianzas donde las emociones no tenían cabida.
Al girar hacia el salón principal, encontró a Nara esperándolo. Ella estaba de pie, con las manos entrelazadas frente a su vestido color vino, los ojos atentos que parecían intentar descifrar cualquier gesto en el rostro de su prometido. Cuando lo vio salir, dio un paso hacia él, con una sonrisa suave pero algo contenida. —¿De qué hablaban mi padre y tú? —preguntó en voz baja, como si temiera que las paredes escucharan. Nathan la observó en silencio por unos segundos, deteniéndose a escudriñar su expresión. Nara era la encarnación de la elegancia discreta: educada, siempre correcta, con esa capacidad de mostrarse perfecta en todo momento. Pero Nathan no se dejaba engañar fácilmente; conocía a las personas demasiado bien como para pensar que todo en ella era pureza y docilidad. —Negocios —respondió finalmente, con un tono firme, neutro, que no dejaba espacio a más preguntas. Luego añadió, casi como un añadido frío—. Y sobre nuestro compromiso. Los ojos de Nara brillaron un poco, como si ese detalle le devolviera confianza. —Me alegra que todo marche bien. Mi padre confía mucho en ti. Y yo también. Nathan inclinó apenas la cabeza, como un caballero respondiendo a un cumplido. Pero su mirada permanecía distante, fría, calculadora. No se permitió ningún gesto de afecto, ninguna caricia, ninguna palabra cálida. Para él, Nara era una pieza en el tablero, necesaria y útil, pero no el centro de su interés. —Será mejor que me retire —dijo él, consultando su reloj de pulsera, un modelo exclusivo de acero negro que brillaba bajo la luz—. Mañana me espera un día cargado de compromisos. Nara asintió, resignada a esa frialdad que ya comenzaba a reconocer como parte del carácter de Nathan. —Claro. Gracias por acompañarnos esta noche. Nathan inclinó apenas la cabeza, luego se dirigió hacia el pasillo que conducía al garaje. Sus pasos eran medidos, cada uno cargado de esa autoridad silenciosa que parecía envolverlo dondequiera que iba. La mansión estaba casi en penumbras a esa hora, y solo el lejano golpeteo de la lluvia contra los ventanales acompañaba el eco de sus pisadas. Al llegar al garaje, lo primero que notó fue el olor: una mezcla de gasolina, aceite y caucho quemado que impregnaba el ambiente. Las luces frías iluminaban parcialmente el espacio, revelando varios coches de lujo estacionados con impecable alineación. Todos, excepto uno. Allí estaba Logan. El joven se encontraba inclinado sobre el capó de un deportivo negro, con las manos manchadas de grasa y la chaqueta de cuero aún colgando de un hombro. El motor estaba abierto, y él revisaba con una destreza que demostraba que aquel mundo de máquinas y velocidad era el suyo, el único en el que se sentía vivo. Al escuchar los pasos de Nathan, levantó la cabeza lentamente, dejando ver una sonrisa torcida que destilaba provocación. —Vaya, el gran prometido. ¿Ya te despachó papá con su lista de órdenes? Nathan se detuvo frente a él, erguido, sin molestarse siquiera en acercarse demasiado. Sus ojos se clavaron en los de Logan con una frialdad cortante. —No tienes idea de lo que hablas. Logan soltó una risa seca, cargada de ironía, y se limpió las manos con un trapo sucio. —Oh, claro que la tengo. Sé perfectamente de qué va esto. Mi padre encontró en ti lo que siempre quiso en mí: alguien perfecto, disciplinado, calculador. Alguien que no lo contradiga ni le arruine la reputación. Nathan no reaccionó, pero su voz salió firme, casi como un disparo. —No me confundas contigo, Logan. Yo no necesito demostrarle nada a tu padre. El joven se cruzó de brazos, apoyándose en el coche detrás de él, con esa postura de desafío que parecía tatuada en su piel. —¿Y entonces? ¿Qué haces aquí? ¿Qué ganas comprometiéndote con mi hermana, con una familia que apenas te soporta? Nathan dio un paso hacia adelante, lo suficiente para reducir la distancia entre ellos, aunque sin perder su compostura de acero. —Lo que hago no es asunto tuyo. Lo que sí me queda claro es que eres un problema constante para todos los que te rodean. —¿Y qué? —disparó Logan, sin perder la sonrisa insolente—. ¿Te molesta que no me incline ante ti como hacen los demás? Nathan sostuvo su mirada sin pestañear, el hielo en sus ojos contrastando con la furia contenida en los de Logan. —No me interesa que te inclines. Me interesa que entiendas que no tienes poder en este tablero. No eres más que una pieza sobrante, un estorbo que todos preferirían mantener fuera de la vista. Las palabras fueron un golpe seco, y por un instante, el gesto de Logan se endureció. Sin embargo, no se dejó amedrentar. Dio un paso hacia Nathan, acortando aún más la distancia. Ahora estaban frente a frente, apenas separados por un par de palmos, como dos fuerzas opuestas listas para chocar. —¿Sabes qué es lo que más me molesta de ti? —dijo Logan con voz baja, cargada de veneno—. Que caminas por el mundo creyendo que todos deben obedecerte, que tu dinero y tu cara bonita lo solucionan todo. Pero yo no soy uno de tus empleados, Force. Yo no voy a inclinar la cabeza. Nathan lo observó con calma glacial. —Entonces prepárate para lo que viene. Porque te aseguro, Logan, que si llegas a cruzar mi camino… no me temblará la mano para destruirte. El silencio que siguió era tan denso que parecía cargar el aire de electricidad. Logan respiraba agitado, los nudillos tensos contra el metal del coche. Nathan, en cambio, permanecía imperturbable, como un muro imposible de derribar. Finalmente, Logan dio un paso atrás, riendo con desprecio. —Veremos quién destruye a quién. Nathan no respondió. Se limitó a girarse con calma, caminar hasta su coche estacionado al fondo y abrir la puerta con la misma elegancia con la que había entrado en la mansión horas antes. El motor rugió con potencia al encenderse, llenando el garaje con un eco grave que imponía respeto. Antes de partir, Nathan lanzó una última mirada por el retrovisor. Allí estaba Logan, de pie junto a su coche, con esa sonrisa desafiante en los labios, como si la confrontación hubiera sido apenas un prólogo de algo mucho mayor. Nathan Force pisó el acelerador y se marchó. Pero en el silencio de esa noche, ambos sabían que lo que había nacido en ese garaje no era una simple rivalidad: era el inicio de un juego peligroso, hecho de odio, de orgullo… y de una atracción que ninguno estaba dispuesto a reconocer.






