Elisa nunca imaginó que la propuesta más absurda de su vida llegaría de los labios de Alexander Lancaster, el frío y despiadado CEO cuya mirada podía congelar el infierno. Casarse con él no estaba en sus planes, pero cuando la tentadora oferta llega junto con la promesa de salvar a su familia de la ruina, no puede decir que no. Para Alexander, el matrimonio es solo un trámite. Su abuelo moribundo desea verlo casado antes de partir, y Elisa es la candidata perfecta: una mujer sin poder, sin conexiones y, lo más importante, sin la capacidad de hacerle sentir nada. Pero lo que comienza como un simple contrato se convierte en una guerra de voluntades, miradas encendidas y sentimientos que nunca debieron existir. Elisa no está dispuesta a ser una marioneta en la vida de Alexander, y él, acostumbrado a tener el control absoluto, descubre que domarla no será tan fácil como pensaba. Cuando los secretos comienzan a salir a la luz, cuando el deseo se mezcla con la traición y el amor se convierte en un campo de batalla, ambos tendrán que enfrentarse a la pregunta que nunca pensaron hacerse: ¿Hasta dónde están dispuestos a llegar para no perderse el uno al otro? Un romance electrizante donde el odio y la pasión caminan de la mano, y donde el amor no siempre sigue las reglas. 🔥❤️
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El ruido del tráfico de la ciudad se filtraba a través de las ventanas rotas de mi pequeño apartamento, mezclándose con el incesante pitido de la vieja cafetera. Mis dedos tamborileaban sobre la mesa mientras repasaba una vez más las cuentas del mes. No importaba cuánto intentara hacer rendir mi sueldo, las cifras nunca cuadraban. Alquiler, facturas, comida… y la deuda del hospital que me mantenía al borde del abismo financiero.
Solté un suspiro pesado y cerré los ojos por un segundo. No podía darme el lujo de caer en la desesperación. Mi hermano menor dependía de mí, y no había espacio para quejas ni lamentos. Debía seguir adelante, como siempre lo había hecho.
Fue entonces cuando mi teléfono vibró sobre la mesa, sacándome de mis pensamientos. Fruncí el ceño al ver un número desconocido en la pantalla. Dudé por un momento antes de contestar.
—¿Sí?
—¿Elisa Ramos? —La voz al otro lado era seria, casi mecánica.
—Sí, soy yo.
—Le habla Natalia Cortés, asistente del señor Alexander Lancaster. El CEO de Lancaster Enterprises solicita su presencia en una reunión privada esta tarde. Le hemos enviado los detalles a su correo.
Parpadeé varias veces, como si mi cerebro intentara procesar la información. ¿Lancaster Enterprises? ¿El conglomerado multimillonario que dominaba el mundo de los negocios?
—Debe haber un error —dije con cautela—. Yo no tengo ningún tipo de relación con el señor Lancaster.
—El señor Lancaster ha solicitado su presencia personalmente, señorita Ramos —respondió la mujer con frialdad—. Le sugerimos que no rechace la invitación.
La llamada terminó antes de que pudiera decir algo más. Miré el teléfono, aturdida. No entendía nada. ¿Por qué un hombre como Alexander Lancaster querría verme? No tenía ningún currículum en su empresa, ni contactos en el mundo de los ricos y poderosos. La única posibilidad lógica era que se tratara de una oferta de trabajo… ¿pero qué clase de puesto requería una reunión directa con el mismísimo CEO?
Sabía que debía rechazarlo. Nada bueno podía salir de esto. Pero la imagen de las facturas acumulándose en la mesa me hizo dudar.
Suspiré, sintiéndome como alguien a punto de entrar en la boca del lobo.
Horas más tarde, me encontraba frente al imponente rascacielos de Lancaster Enterprises. El edificio era majestuoso, con ventanales de cristal que reflejaban el sol como si estuvieran hechos de oro. Respiré hondo y me obligué a entrar.
La recepción estaba llena de empleados vestidos impecablemente. Yo, con mi sencilla blusa y mi falda desgastada, me sentí fuera de lugar. Pero no podía permitirme inseguridades ahora. Me acerqué al mostrador y, tras decir mi nombre, la recepcionista me condujo a un ascensor privado.
Cuando las puertas se abrieron en el último piso, me encontré con una oficina que parecía sacada de una revista de lujo. Todo era pulcro, moderno y frío… como el hombre que me esperaba junto a los ventanales.
Alexander Lancaster.
Alto, de espalda ancha y traje impecable, irradiaba poder con solo estar de pie. Su mandíbula marcada, su cabello oscuro perfectamente peinado y sus ojos fríos como el acero me hicieron sentir como si me hubieran lanzado a una tormenta de hielo.
—Señorita Ramos —su voz era grave, autoritaria. No era una invitación a hablar, era una orden.
Me aclaré la garganta y me obligué a sostenerle la mirada.
—Señor Lancaster, no entiendo por qué estoy aquí.
—Voy a ir al grano —interrumpió, con la mirada afilada—. Quiero que te cases conmigo.
El mundo pareció detenerse por un instante.
Parpadeé. ¿Había escuchado bien?
—¿Perdón?
—Escuchaste bien. Necesito que seas mi esposa.
Reí sin humor.
—Debe estar bromeando.
Alexander no sonrió. Ni siquiera pestañeó.
—No suelo bromear.
—¡Pero si ni siquiera me conoce! —exclamé, sin poder ocultar mi incredulidad—. ¡Esto no tiene sentido!
—Para ti, tal vez no. Pero para mí es un asunto de negocios.
Cruzó los brazos, estudiándome como si fuera un problema matemático que intentaba resolver.
—Mi abuelo está muriendo —continuó—. Su última voluntad es verme casado antes de partir. No tengo intención de involucrarme en relaciones reales, así que necesito a alguien que pueda desempeñar el papel de esposa sin complicaciones.
—¿Y yo soy esa persona?
—Eres perfecta para el papel —respondió con frialdad—. No perteneces a mi círculo, no tienes conexiones que puedan perjudicarme y, lo más importante, necesitas el dinero.
Sus palabras me golpearon como un puñetazo en el estómago.
—¿Y qué pasa si digo que no?
—Perderás la oportunidad de cambiar tu vida y la de tu hermano —contestó, con una calma que me enfureció.
Se inclinó sobre el escritorio y deslizó un documento hacia mí.
—Esto es un contrato matrimonial. Un año de matrimonio. Después de eso, nos divorciaremos y recibirás una compensación millonaria.
Mis ojos recorrieron las líneas llenas de términos legales y cifras desorbitadas. Con ese dinero podría pagar todas mis deudas, asegurarle a mi hermano un futuro y no volver a preocuparme por si alcanzaba para la comida del mes.
Pero… ¿a qué costo?
Miré a Alexander. Era un hombre poderoso, calculador. Un depredador vestido de traje. Me estaba ofreciendo un trato con el diablo, y lo peor de todo es que lo sabía.
—¿Por qué yo? —pregunté en voz baja.
Su expresión se endureció por un segundo.
—Porque no tengo otra opción.
No me convenció. Había algo más, algo que no estaba diciendo.
Mi instinto me gritaba que saliera corriendo de ahí, que no me involucrara con un hombre como él. Pero otra parte de mí… la parte que había pasado noches sin dormir preocupada por el dinero… no podía ignorar la oportunidad que tenía frente a mí.
Tragué saliva.
—Necesito tiempo para pensarlo.
Alexander inclinó levemente la cabeza.
—Tienes 48 horas.
Salí de su oficina con las piernas temblando, sintiendo que acababa de firmar un pacto sin necesidad de poner mi firma en el papel.
****ALEXANDER
Elisa salió de mi oficina con una expresión que oscilaba entre la incredulidad y la indignación, dejando tras de sí un leve rastro de perfume barato y un aire de desafío que no había esperado.
Me quedé observando la puerta por unos segundos después de que se cerró tras ella, con los dedos entrelazados sobre el escritorio. Había anticipado múltiples reacciones posibles a mi propuesta, pero la suya... la suya me tomó por sorpresa.
No era la primera vez que tenía que cerrar un trato difícil, pero esto no era solo un negocio. Esto era un juego de ajedrez en el que cada movimiento debía calcularse con precisión milimétrica. Y ella… ella no era una jugadora fácil.
Me levanté de mi silla y caminé hacia el ventanal que cubría toda la pared de mi oficina. Desde allí, la ciudad se extendía a mis pies como una maqueta perfecta de luces y acero. Años de sacrificio y estrategia me habían llevado hasta la cima, pero ni todo el dinero del mundo podía cambiar la realidad innegable: el tiempo de mi abuelo se agotaba.
Maldita sea.
Apoyé una mano contra el cristal frío, recordando la última vez que lo vi en el hospital. Su cuerpo estaba frágil, su piel se había vuelto casi translúcida, pero su mirada seguía siendo tan severa como cuando yo era niño.
—Quiero verte casado antes de que me vaya —me había dicho con su voz ronca, con esa autoridad que nunca había perdido.
No era una petición. Era una orden.
Y no podía fallarle.
Mi abuelo era la única persona en este mundo que jamás me había dado la espalda, el único que había apostado por mí cuando nadie más lo hizo. No se trataba de complacer a un anciano moribundo con una fantasía romántica, sino de respetar la voluntad de un hombre que lo sacrificó todo por esta familia.
Suspiré y volví a mi escritorio.
Elisa Ramos.
¿Era la candidata ideal? No. Pero era la única opción que me quedaba.
Había considerado otras mujeres. Dios sabe que mi asistente, Natalia, incluso me presentó una lista de posibles “esposas” con el perfil adecuado: discretas, sofisticadas, con una posición social aceptable. Pero no podía confiar en ninguna de ellas. Demasiado ambiciosas. Demasiado problemáticas.
Elisa, en cambio, no pertenecía a mi mundo. No tenía conexiones, ni influencias, ni motivos ocultos más allá de su propia supervivencia.
Y su reacción en la oficina me lo confirmó: no era una cazafortunas. Si lo fuera, habría aceptado la oferta en el acto. Pero en lugar de eso, me desafió, me cuestionó… y eso la hizo aún más interesante.
Sonreí levemente.
—Jugarás mi juego, Elisa. Aunque todavía no lo sepas.
Horas más tarde, sentado en el asiento trasero de mi coche mientras atravesábamos la ciudad, volví a pensar en ella.
—¿Cómo fue la reunión? —preguntó Natalia desde el asiento delantero.
—Interesante.
—¿Aceptó?
—No todavía.
Natalia suspiró, ajustándose las gafas mientras revisaba su tablet.
—Te advertí que una mujer como ella no aceptaría algo así sin poner resistencia.
—Eso la hace aún más adecuada.
Ella me miró por el retrovisor con una mezcla de exasperación y curiosidad.
—¿Crees que lo hará?
No respondí de inmediato. Me pasé una mano por el mentón, pensativo.
—Lo hará —afirmé con certeza—. Solo necesita tiempo para convencerse de que es la mejor opción.
Y si no lo hacía por voluntad propia, encontraría la forma de hacerle ver que no tenía alternativa.
La noche cayó sobre la ciudad cuando llegué a mi penthouse. Me deshice del saco y aflojé la corbata mientras caminaba hasta el bar para servirme un whisky.
No podía dejar que Elisa me rechazara.
El contrato estaba listo, el plan estaba en marcha, y mi abuelo esperaba. No había margen para errores.
Tomé un sorbo del licor y cerré los ojos por un momento, sintiendo el ardor bajar por mi garganta.
Mañana, Elisa Ramos recibiría un recordatorio de lo que estaba en juego.
Y no habría escapatoria.
AlexanderNo supe qué sentir cuando Elisa me llamó esa mañana.Fue un mensaje corto, sin más palabras que “necesito verte”. Ni un reproche, ni una súplica. Solo esa frase, colgando en la pantalla como una cuerda tensa entre dos precipicios.Y ahí estaba yo, parado frente a la oficina antigua de mi madre, con el corazón latiendo demasiado rápido para alguien acostumbrado a las crisis. Aún tenía en la mano la carta que Elisa me había dejado en el buzón. No la había respondido. No podía. Porque sus palabras —cuidadosas, racionales y devastadoramente sinceras— me habían desmontado desde la raíz. Pero a&u
ElisaEl silencio, cuando es elegido, puede ser un refugio. Pero cuando es impuesto por el dolor, se convierte en un castigo. Y llevo días castigándome.Desde que salí del departamento de Alexander, me encerré en casa de mis padres. No para esconderme del escándalo mediático que crece como hiedra venenosa en las redes, sino para esconderme de mí misma. De mis emociones. De mis contradicciones.Apagué el teléfono. Cancelé las reuniones. No he vuelto a la biblioteca ni he respondido mensajes de colegas. Sé que no puedo permanecer así por siempre, pero necesito entender qué parte de mí sigue queriendo confiar en Alexander, y cuál quiere huir de todo lo que representa.
AlexanderLa puerta seguía cerrada. Inamovible. Inquebrantable. Como Elisa.Habían pasado dos días desde que se fue de mi departamento. Dos días desde que la última palabra que me dijo fue “no me sigas”. Y eso hice. Por respeto, por miedo, por cobardía. Tal vez las tres.Pero la culpa me carcome. No puedo evitar pensar que acabo de repetir el peor patrón de mi padre: decidir por los demás en nombre de un supuesto “bien mayor”. Encubrir la verdad, minimizar daños, y sobre todo… controlar.Creí que ocultándole parte de la grabación la protegía. La realidad es que estaba protegiéndome a mí. D
ElisaCuando Alexander me entregó la mochila, sus manos temblaban ligeramente. Lo noté, aunque trató de disimularlo con esa mirada suya, tan firme y severa, como si pudiera controlar hasta el más mínimo gesto de su cuerpo. Pero no podía ocultarme todo. No esta vez.Puso los documentos sobre la mesa de su departamento, ordenándolos como si armaran una especie de rompecabezas siniestro. Yo observaba cada hoja, cada fotografía amarillenta, cada nombre subrayado con rojo. Sentía cómo la realidad volvía a moverse bajo mis pies, como si en lugar de piso caminara sobre una cuerda floja.Las pruebas estaban ahí. Irrefutables. El nombre de mi abuelo aparecía en los informes de transferencias,
AlexanderEl silencio del amanecer tenía un peso extraño aquel día. El cielo aún no terminaba de definirse entre el azul y el gris, y el aire olía a tierra mojada, como si el universo presintiera que algo antiguo estaba a punto de desenterrarse. El sobre de la carta seguía sobre el asiento del copiloto, cerrado, pero no por eso menos presente. Había releído esas páginas tantas veces que cada palabra estaba tatuada en mi memoria.Fue esa carta la que me condujo hasta aquí, a la vieja casa de campo de los Blackwell, una propiedad abandonada desde la muerte de mi padre y que nadie se había atrevido a tocar desde entonces. La mansión se alzaba entre los árboles como un fantasma dormido, cubierta por enredaderas secas y rodeada de un jard&i
ElisaCuando escuché su voz al teléfono, supe que algo había cambiado. No era el tono firme ni la seguridad calculada a la que Alexander me tenía acostumbrada. Era otra cosa. Algo quebrado. Como si una parte de él se hubiera rendido y, al mismo tiempo, encontrado el valor para hacer lo correcto. Esa mezcla extraña de derrota y honestidad me desarmó antes incluso de abrirle la puerta.No le hice preguntas. Solo me aparté y lo dejé entrar. Tenía las manos cerradas en puños, y sostenía un sobre entre los dedos, como si le costara soltarlo. Me senté en el sofá mientras él permanecía de pie, respirando con dificultad. Durante varios segundos, ninguno de los dos dijo nada. Solo el zumbido sutil del refrigerador llenaba e
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