Elisa
Cuando Alexander me entregó la mochila, sus manos temblaban ligeramente. Lo noté, aunque trató de disimularlo con esa mirada suya, tan firme y severa, como si pudiera controlar hasta el más mínimo gesto de su cuerpo. Pero no podía ocultarme todo. No esta vez.
Puso los documentos sobre la mesa de su departamento, ordenándolos como si armaran una especie de rompecabezas siniestro. Yo observaba cada hoja, cada fotografía amarillenta, cada nombre subrayado con rojo. Sentía cómo la realidad volvía a moverse bajo mis pies, como si en lugar de piso caminara sobre una cuerda floja.
Las pruebas estaban ahí. Irrefutables. El nombre de mi abuelo aparecía en los informes de transferencias,