Alexander
El silencio del amanecer tenía un peso extraño aquel día. El cielo aún no terminaba de definirse entre el azul y el gris, y el aire olía a tierra mojada, como si el universo presintiera que algo antiguo estaba a punto de desenterrarse. El sobre de la carta seguía sobre el asiento del copiloto, cerrado, pero no por eso menos presente. Había releído esas páginas tantas veces que cada palabra estaba tatuada en mi memoria.
Fue esa carta la que me condujo hasta aquí, a la vieja casa de campo de los Blackwell, una propiedad abandonada desde la muerte de mi padre y que nadie se había atrevido a tocar desde entonces. La mansión se alzaba entre los árboles como un fantasma dormido, cubierta por enredaderas secas y rodeada de un jard&i