Alexander
No supe qué sentir cuando Elisa me llamó esa mañana.
Fue un mensaje corto, sin más palabras que “necesito verte”. Ni un reproche, ni una súplica. Solo esa frase, colgando en la pantalla como una cuerda tensa entre dos precipicios.
Y ahí estaba yo, parado frente a la oficina antigua de mi madre, con el corazón latiendo demasiado rápido para alguien acostumbrado a las crisis. Aún tenía en la mano la carta que Elisa me había dejado en el buzón. No la había respondido. No podía. Porque sus palabras —cuidadosas, racionales y devastadoramente sinceras— me habían desmontado desde la raíz. Pero a&u