El resplandor azul del teléfono era la única luz que acariciaba su rostro en la penumbra de la mansión. Cada píxel de la imagen viral parecía una cuchilla nueva, hundiéndose un poco más en su pecho. Adrián, su esposo, salía del evento con esa mirada indescifrable que alguna vez le juró que era solo para ella. A su lado, Valeria. Sonriendo. Como si los años no hubieran pasado. Como si Lucía no existiera.
Los comentarios bajo la imagen eran dagas envueltas en burla:
—“¿La esposa lo sabe?”
—“Siempre supe que Valeria no se iba a quedar fuera.”Cerró los ojos, pero ya era tarde: la imagen se había incrustado como una cicatriz en su memoria.
Dejó el teléfono sobre la mesa del taller. El boceto del collar que estaba diseñando, ahora salpicado de lágrimas, le pareció una ironía cruel. Dos años atrás, en una capilla dorada por el sol, Adrián había tomado su mano con solemnidad y le prometió amor eterno. “Eres mi hogar,” le dijo.
Pero los hogares también se incendian.
El teléfono vibró otra vez. Antonia.
—¿Lo viste? —su voz sonaba como una mezcla espesa de rabia y preocupación—. Dime que no estás sola con esa foto.
Lucía tragó con dificultad, el nudo en la garganta subiendo hasta los ojos.
—Lo vi. Y... sí, estoy sola.
El silencio al otro lado fue más brutal que cualquier reproche.
—No puedes quedarte ahí, hundida. Ven al bar. Necesitas aire. Un respiro. Y tequila, mucho tequila.
Lucía miró alrededor. La mansión estaba tan vacía como ella. Aún sostenía la nota anónima, arrugada entre los dedos. Una advertencia. Una verdad a medio revelar. Quería quedarse. Exigirle respuestas a Adrián. Gritarle. Golpear algo. Pero la idea de pasar otra noche entre esas paredes, escuchando su eco como único consuelo, la empujó a ceder.
—Voy —murmuró.
El bar olía a cítricos y alcohol dulzón. Las luces tenues acariciaban el ambiente, y las risas ajenas llenaban el espacio con una promesa momentánea de olvido. Antonia la abrazó apenas la vio, como si quisiera envolverla, recomponerla con sus brazos.
—Te ves como si necesitaras algo más fuerte que esto —dijo, empujándole una margarita.
Lucía esbozó una sonrisa tenue. El vaso tembló entre sus dedos. El primer trago le quemó la garganta, pero agradeció ese ardor. Al menos, seguía sintiendo.
Estaban en una mesa apartada cuando un hombre se acercó, con un vaso en la mano y una sonrisa que no fingía.
—Perdón que interrumpa... ¿te acuerdas de mí? Fotografié tu trabajo en la exposición de hace unas semanas.
Lucía parpadeó, desconcertada.
—Sí… tu cara me suena, pero no recuerdo tu nombre.
—Mateo —respondió, extendiendo una mano firme y cálida. Contó cómo había derramado café durante el montaje de su stand, y Lucía se echó a reír. Un momento breve. Pero real.
Antonia le guiñó un ojo con disimulo, aunque luego negó con la cabeza. Mateo era encantador, pero Lucía no estaba allí. No del todo. Su corazón seguía atrapado en un lugar —en una persona— al que Mateo nunca podría llegar.
Cuando se despidieron, Mateo le dejó una tarjeta. Promesas vagas de mantenerse en contacto. Lucía regresó a la mansión con la risa suspendida como un suspiro, disolviéndose en el aire frío de la noche.
El vestíbulo estaba encendido. Raro.
El abrigo de Adrián colgaba en la entrada.
Estaba en casa.
Subió las escaleras. La nota anónima ardía en su bolsillo, más pesada que nunca. Se detuvo frente al despacho. La puerta cerrada. Tocó.
—¿Adrián? Necesitamos hablar.
Silencio. Luego, un murmullo. Y el chasquido del vidrio.
Empujó la puerta.
Adrián estaba ahí, desparramado en el sillón del despacho, la botella de whiskey medio vacía en la mesa y la corbata suelta, como si se la hubiera arrancado. Ni siquiera levantó la vista.
—¿Y tú? —murmuró con desgano—. ¿No deberías estar en casa a estas horas? Pensé que mi esposa me estaría esperando… ansiosa.
Lucía sintió un frío seco atravesarle el pecho.
—Hubiera estado contigo en la gala… si me hubieras invitado.
Adrián alzó la vista. Sus ojos estaban velados, su sonrisa torcida. El hombre que una vez la miró como si fuera todo, ahora parecía ver a través de ella.
—¿En serio todo esto por una fiesta? Lucía, por favor… estás haciendo un escándalo por nada.
—¿Por nada? —repitió, la voz quebrada—. ¿Viste las fotos? Tú y Valeria… como si aún…
—¿Aún qué? ¿Como si aún me importara? —rio con sorna, levantándose con torpeza—. No pensé que fueras de esas. Qué poco te favorecen los celos.
—No son celos —dijo ella con esfuerzo—. Es respeto. Es dignidad. Pero parece que eso se te olvidó en cuanto viste a tu ex con un vestido rojo.
La carcajada de Adrián fue hueca.
—Dios… te estás volviendo ridícula.
Lucía retrocedió hasta que su espalda chocó con la pared. La madera fría contrastaba con el calor que él irradiaba mientras se acercaba, los ojos fijos, como un cazador que huele sangre. El vaso cayó al suelo sin que él lo notara. Todo lo demás parecía haber desaparecido.
—Sigues mintiéndote —susurró, la voz ronca—. Dices que me odias, pero tiemblas cada vez que me acerco.
Lucía quiso decir que era rabia. Decepción. No deseo. Pero él ya estaba demasiado cerca. El aliento impregnado de whisky, su calor envolviéndola.
—No me toques —susurró, pero su voz carecía de fuerza.
Adrián no se detuvo. Su mano se deslizó por su cintura con la misma autoridad de otras noches. La apretó contra él. Su cuerpo reaccionó, traicionero, recordando lo que su mente llevaba tiempo intentando enterrar.
—Dímelo —le retó, sus labios rozando su mejilla—. Dime que no pensaste en mis manos, en mi boca. En cómo solías rogarme que no parara…
Lucía cerró los ojos. Lo odiaba. Lo deseaba. Y esa mezcla era una hoguera interna, incontrolable.
—Eres un imbécil —susurró, pero ya tenía los dedos enredados en su camisa.
El beso llegó como una descarga. No pidió permiso. Y Lucía no lo detuvo. Su boca se abrió, dispuesta, como si nunca se hubiera cerrado del todo. Como si solo él pudiera llenar ese vacío en su pecho.
—Aún eres mía —le murmuró, mientras la apoyaba contra la pared, su aliento caliente en su oído.
—Cállate —gimió ella, hundiendo el rostro en su cuello—. No me lo recuerdes.
Adrián la alzó en brazos con una fuerza que desmentía el alcohol. La llevó a oscuras, guiado por la urgencia. Lucía no protestó. Lo devoraba con la misma desesperación. Como si todo doliera menos al tocarlo.
El colchón los recibió con un suspiro. La camisa cayó. Él la miró, como si no pudiera creer que aún la tenía ahí, con los labios húmedos, con el pecho agitado.
—Mírame —ordenó, y Lucía obedeció.
Había algo en su voz que seguía teniendo poder sobre ella.
—¿Esto es lo que querías? —preguntó, acariciando su muslo.
—Es el alcohol —jadeó ella, aferrándose a su orgullo desmoronado.
—No mientas. Estás ardiendo por mí.
Y era cierto.
Cuando su boca descendió, Lucía arqueó la espalda. Su cuerpo se rindió. Su corazón ya estaba vencido desde antes.
La ropa desapareció en medio de gemidos ahogados, manos ansiosas, caricias desesperadas. Adrián no fue tierno. Fue urgente. Fue hambre. Ella lo recibió todo. Cada embestida le robaba el aliento. Cada palabra le arrancaba una lágrima.
—¿Me odias ahora? —le susurró él, jadeando.
Lucía lo miró. El rostro enrojecido. Las uñas marcándole la espalda.
—Te odio porque todavía te amo —confesó, rota, justo antes de quebrarse del todo.
Y él se rompió con ella, dentro de ella. No dijeron más.
Solo se oía el ritmo entrecortado de sus respiraciones y el temblor de sus cuerpos, aún entrelazados, como si el silencio intentara borrar lo irreversible.
Lucía, acurrucada contra el pecho de Adrián, sentía su cuerpo vibrar con el residuo de lo que acababan de hacer. Por fin, la mansión parecía en paz. Cerró los ojos. Por primera vez en semanas, no tenía frío.
Entonces, vibró el celular.
Un zumbido frío, insistente. Adrián, aún rodeándola, se estiró y lo tomó. La pantalla iluminó su rostro cansado.
Lucía lo miró. Luego vio el nombre.
Valeria.
Adrián no dudó.
—¿Sí? —dijo, en voz baja.
Una pausa. Luego:
—Estoy saliendo.
Lucía se incorporó. La sábana cayó de su pecho.
—¿Qué estás haciendo?
Él ya se vestía. Movimientos torpes, urgentes. Como si el aire se volviera irrespirable.
—¿Vas a verla?
—No empieces, Lucía —murmuró sin mirarla.
—¿Qué no empiece? ¿Después de esto?
Él se detuvo con la mano en la perilla. No se giró.
—No me lo hagas más difícil —dijo. Y se fue.
Lucía se quedó inmóvil. El calor la abandonó de golpe. La puerta cerrándose fue su única compañía cuando las lágrimas empezaron a caer.
Se cubrió el rostro, como si pudiera ocultarse de sí misma. —Qué estúpida —susurró. Y la palabra ardió como veneno. Se había entregado. Se había mentido. Y esta vez, lo sabía, no quedaba nada que salvar.